miércoles, 11 de abril de 2007

A QUEMA ROPA




Nos prohibieron contar. Sí, nada de cuenticos esta vez, nada de editoriales largas. Sólo podemos decir que una mañana amanecieron unas cajas grandes sobre las alfombritas de entrada de nuestra decente discotienda. Sobre las cajas, un sobre cerrado. Dentro del sobre un papel con escuetas palabras:


1) A paltil de punto dos (2), no ponel ni una sola “ele” que usal “pala hacel bloma con nosotlos”, o si no: muelte.


2) Cero editoriales largas, o si no: muerte.


3) Armería, o si no: muerte.


4) Colocar este mensaje en pasquín, o si no muerte:




TERRIBLES ANDROPOV, RUSITOS DE PACOTILLA,
PASEN POR LA ARMERÍA, PREFERIBLEMENTE DE INCÓGNITO,
Y VEAN CON SUS PROPIOS OJOS EL BUEN ESTADO DE NUESTROS DIENTES


¿Qué había dentro de las cajas? ¡Armas!



Esto es todo. Rusos (sea quiénes sean) y no rusos también, bienvenidos a la armería.


Saludos cordiales,

Fedosy Santaella y José Urriola
(expertos en tiro… por si acaso)

EL ARTE DEL PLOMO

Rafael Osío Cabrices




Antes y después de que pasara lo que pasó, el paisaje que se le planta a uno enfrente, si te detienes en la acera contraria al escenario de los hechos, ha sido el mismo.
A la izquierda, un local de una planta y de amplios ventanales, algo retirado de la acera, cuyo muro simula una selva muy florida, como de cuento para niños. En grandes letras amarillas y cursivas, dice MARCOS, y CUADROS. Si el sitio está cerrado, no es más que un negocio cursilón, inofensivo.

A la derecha, hay un edificio casi idéntico, también de un solo piso y con techo de platabanda. Este sí está pegado a la calle, como si se precipitara sobre ella. Sus paredes también fueron entregadas a un pintor entusiasta, que optó, igualmente, por una referencia selvática. Pero esta jungla de mentira dice cosas diferentes: es una sopa abstracta de verdes y marrones, la que tienen los camuflajes de los uniformes militares. Porque este negocio es una armería. Y sus vitrinas, pues, ofrecen pistolas enormes de aire comprimido, manoplas, tubos de gas pimienta, chalecos antibalas y pasamontañas.

Hasta ahí, todo bien. Que una marquetería esté al lado de una armería no pasa de ser una graciosa coincidencia: fíjate tú, el arte al lado de la violencia, la sensibilidad creadora junto a la ira asesina.

Las posibilidades se extienden, sin embargo, mucho más allá del estéril terreno de las analogías cuando ambos negocios abren a la vez. Porque en la marquetería tienen el hábito diario, luego del mediodía, incluso después de que corresponde cerrar, de caerse a palos.
Al ladito de la tienda de armas, repleta de municiones.





*



Hay una semi-intemperie en las ciudades que no es un adentro ni un afuera, y por tanto no es del todo privada ni del todo pública. En Caracas, donde el sol no es lo suficientemente fuerte como para encerrar a los seres humanos en los salones, donde no hay inviernos y sólo la lluvia o la delincuencia inhiben a las personas de quedarse en los umbrales, esta franja híbrida se extiende por kilómetros, uniendo cuadras y cuadras de zonas comerciales, barrios, parques industriales llenos de gente que conversa, que echa chistes, pone sobrenombres, se saluda a gritos mientras descarga gaveras de refrescos, hace encuestas, pide limosna, sopla vasitos de café hirviendo, intercambia barajitas, musita piropos, vende relojes robados o hace malabares para llevar hacia la casa tres bolsas de víveres, una canilla y un bebé. Por esta hilera de actividad corren los rumores y las leyendas urbanas como la candela sobre un camino de pólvora. Es ahí donde se puede determinar si un candidato va a ganar o no unas elecciones, y donde encuentran su destino las grandes ideas de los ejecutivos de marketing, los escritores de telenovelas y los economistas del Banco Central.

Esta zona de amortiguación entre la intimidad y el descampado pasa también por la marquetería que está junto a la armería. El hombre que debería estar atendiendo clientes y vendiendo paisajes manieristas se para bajo la fachada y ve la gente pasar, en compañía de un vaso plástico largo, anaranjado, de whisky con aguakina, y unos dos o tres interlocutores, a los que de cuando en cuando se une esa suerte de zombi que cobra por dar las buenas noches, señalar los puestos de estacionamiento vacíos y simular que vigila los carros de los demás. Cada día laborable, se sirven alguito. Llega un pintor de marinas a ver si le han vendido algo; y “nada, Julián, la gente como que no quiere más bahías ni rompeolas, échate un palo con nosotros y quédate tranquilo”. Entra una señora con un bodegón de bordes carcomidos que era de su madre muerta, y la despachan, hablando poco para no soltar demasiado aliento a vodka, a las galerías de Las Mercedes. Arriba una joven pareja con afiches de cine a preguntar por monturas, y se las señalan con amabilidad pero sin ganas de vender nada, porque están enfrascados en una discusión acerca de cuál es el mejor carro de la historia, si el Volkswagen, el Malibú, o la Range Rover.

En ese contexto, no digamos que se forman amistades, pero sí un vínculo que puede hacerse y deshacerse con rapidez, que se fragua al término de unas pocas visitas descuidadas o con el gesto de decirle algo en coro a una mujer que pasa o de analizar un choque en la peligrosa esquina cercana. De esa manera, el dueño de la marquetería y su asistente conocieron pronto, de nombre y oficio, no sólo a los parqueros indigentes, sino también al vendedor del vespertino, al vigilante de la heladería, los latoneros de enfrente y los dos hermanos medio chinos que habían montado la armería.

Uno de ellos había entrado primero a pedir una engrapadora para juntar unas facturas y había conversado un rato. Otro día, el otro vino a preguntar por un cerrajero confiable. Sus visitas se hicieron más frecuentes y más largas, y comenzaron a incluir la especialidad de la casa, que no era la pintura ingenua, ni las imágenes del Ávila que imitaban a Cabré, ni tampoco aquellos cuadros lluviosos que pretendían representar a París, sino el escocés de 12 años con hielo duro, un chorrito de aguakina y una rueda de limón sin semilla.





*



Un jueves, a esa hora que no es día pero tampoco de noche, y los murciélagos comienzan a girar entre la ropa tendida y los postes de luz, uno de los hermanos de la armería había cerrado con reja el negocio, sin quitarle el cartel de ABIERTO, y campaneaba relajado un trago junto a su vecino, que en ese momento le confesaba que él también pintaba. El dueño de la marquetería relató cómo se había enfrentado a su padre para estudiar Arte pero que luego cedió, se hizo contador público, montó una empresa de administración de condominios que luego tuvo que dividir con su ex mujer, y que ahora, con sus hijos ya grandes, se dedicaba a vivir de las rentas y a tener este negocito que era lo que le gustaba y no le daba demasiadas preocupaciones. “Y bueno, volví a pintar, como quien no quiere la cosa, y de vez en cuando le echo bola a ver qué sale”, dijo, con la lengua lenta y la mirada incierta. “Chico, pero déjame ver qué es lo que tú pintas, vale”, respondió el armero, llevado por una incontrolable camaradería de 40 grados GL. Fueron al depósito de la marquetería. El dueño, sin soltar su vaso, trasteó entre los lienzos apiñados contra las paredes y descubrió unos tres sin montura, paisajes enrojecidos de atardeces rurales, con reses blanquecinas que bajaban la cabeza ante el llameante fulgor del cielo. “Coño, pero qué talento, mi hermano, usted es un artista del carajo”, exclamaba el armero. “¿De verdad, te parece, Chang?”. “Chico, pero claro, esto debería estar en un museo, no como esas vainas que no entiende nadie y que ahora llaman arte”. El dueño de la marquetería sacó los cuadros hacia el escritorio donde tenía la calculadora y el libro de contabilidad y llamó a los otros dos amigotes que discutían en la acera con sus respectivos tragos para pedir su opinión. Desengavetó también otra botella de whisky y mandó al parquero a comprar hielo. Media hora después, le preguntó al armero cuál le gustaba más, y éste señaló el más grande, el que tenía más ganado. “Te lo regalo, pues. Tú sí entiendes lo que yo hago, tú sí sabes apreciar mi obra”. Vino un forcejeo verbal, dificultado por la creciente borrachera, que resultó en la caminata triunfal, con el lienzo a cuestas, del armero hacia su negocio.

Cuando iba a abrir la puerta, escuchó a sus espaldas la voz de una mujer. “Buenas noches”, dijo. “Yo sé que es tarde, pero como dice que está abierto, estaba tocando el timbre. Ya me doy cuenta de que usted estaba al lado”. El armero apoyó el cuadro contra el suelo y trató de abrir la cerradura mientras miraba a la mujer. Le pareció que estaba buenísima con ese pelo pintado de amarillo, esas pecas en el pecho y esa ropa pegada. “Pase adelante, cómo no”, alcanzó a decir mientras abría con torpeza las dos rejas de entrada y arrastraba la pintura hasta recostarla contra el mostrador.

Ella le pidió ver revólveres. Dijo que era para defensa personal. Él le preguntó si tenía porte de armas, ella dijo que sí sin mirarlo a los ojos. Chang le miró el escote. En su mente empantanada por el whisky se alzó un recuerdo: la voz de su hermano recomendándole extrema precaución con los documentos de los clientes, exhortándolo a no vender jamás nada a nadie que no tuviera el permiso de porte de armas en regla, pero esa voz se ahogó en un pozo de aguakina, y el armero, conmovido por el regalo de su vecino y estimulado por los encantos cada vez más atrayentes de la clienta, abrió una gaveta y puso sobre el mostrador tres modelos de revólveres ideales para damas, todos de seis tiros, con seguro y a buen precio.

La mujer se acercó al mostrador. Juntó los brazos y apretó los senos entre sí. Alzó una mano y con uñas pintadas acarició el cañón de un Beretta calibre 38 de diseño clásico. “Dígame una cosa”, dijo con voz grave y lenta, que alborotó el pulso de Chang. “Si uno le dispara a alguien con este, ¿puede matarlo de un solo tiro?”. “Depende de dónde le pegue”, contestó él, que no sabía de ciencia forense más que lo que había aprendido en el cine de acción de Hong Kong, en las películas de Charles Bronson y en CSI. “En la cabeza o en el corazón es difícil que se salve”. Ella pareció pensar durante medio minuto y luego sacó una tarjeta dorada. Lo miró con sus lentes de contacto verdes y pronunció una frase en la que alguien sobrio habría detectado sin problemas el tartamudeo de los nervios, la vibración de quien no está del todo en sus cabales: “¿Me haces un descuentito, mi amor?”. El armero conservaba la lucidez suficiente que con el rollo de Cadivi y los impuestos y las cosas habían tenido que suspender las rebajas. “Bueno, por lo menos enséñame cómo cargarla”, pidió ella, y Chang buscó una bala, abrió el carrete del arma y metió el proyectil, colocando el revólver en capacidad de disparar, todo esto en plan didáctico y con la voz más dulce de que era capaz.

Chang ya estaba pidiéndole cédula, dirección y teléfonos para cobrarle cuando sonó el timbre. Una silueta masculina hacía señas tras los vidrios de seguridad. Tal vez hubiera dudado para abrir tres horas antes, cuando no tenía una botella de whisky circulando por su sangre mestiza, pero entonces, con ese hembrón enfrente comprando un arma de fuego, con ese cuadro nuevo y original que le habían dado gratis, con ese buen humor inquebrantable y esa fe en la especie humana que lo poseía … Chang apretó el botón que liberaba las rejas de acceso y vio cómo un hombre ingresaba a grandes zancadas y bramaba: “Marlene, chica, ¿qué carajo estás haciendo?”




*




Entre los gritos y la pea Chang pudo enterarse, en pocos segundos, de que la mujer y el tipo atravesaban un divorcio tumultuoso, que ella había salido dando bandazos en el carro y él la había seguido hasta ahí, mirando en el restaurante, la marquetería y la heladería sin encontrarla, hasta que por no dejar se asomó ahí también, pese a que no pensaba que estuviera tan loca como para no comprarse un arma. “Pero ya tú ves, ahora hasta me quieres matar, chica, ahora sí es verdad, dejar a nuestros hijos huérfanos sólo porque me cogiste arrechera”. “Arrechera es poco”, replicó la mujer, “arrechera es poco para lo que tú me has hecho, y si busco un revólver es para defenderme de ti, que me quieres matar para quedarte con esa puta, coñodetumadre”.

Estos dos aullaban y manoteaban a pocos centímetros del revólver, pero el armero novato y embriagado no pudo medir la intensidad del peligro, las siniestras posibilidades que se desplegaban ante él, hasta que en el segundo siguiente irrumpió el dueño de la marquetería por las puertas de seguridad abiertas, con la botella de whisky en la mano y el propósito de regalarle un refill. Entonces la mujer se distrajo, y su marido se abalanzó sobre ella, pero ella fue más rápida y tomó el revólver, y forcejearon, y Chang dio un paso atrás, y el dueño de la marquetería, con ojos como platos, levantó la botella de Winners como si fuera un escudo, como si fuera una reliquia sagrada, y más forcejeo, y mentadas de madre entre dientes, y como suele suceder en escenas como esta, como el lector ya imaginará, sonó un tiro, que retumbó en la tienda, que hizo saltar los corazones, que soltó un relámpago que se reflejó por todos lados, y liberó la única bala que se dirigió hacia el whisky e hizo estallar la botella antes de alojarse en un chaleco antibalas expuesto en la vidriera.

Dos, tres segundos. A la mujer se le doblaron las rodillas y emprendió un llanto histérico. El esposo la atenazó con un abrazo y la arrastró hacia la salida. Chang se quedó tan tieso como uno de los soldados de terracota de la patria de sus ancestros, fotografiados en el almanaque con ideogramas que colgaba a sus espaldas. El dueño de la marquetería sintió a la pareja pasar a su lado en dirección a la calle, a las dos rejas cerrarse tras ellos, y también cómo había perdido peso la botella, de la que sólo quedaba el mango bajo su mano agarrotada por el pánico, y cómo su orine abrazaba sus gordos muslos bajo su pantalón gris y corría, cálido, con la emocionante noticia de que estaba no sólo vivo sino también ileso, hacia el charco de whisky salpicado de trozos de vidrio que reproducía, en el suelo del negocio, ese abstraccionismo que tanto detestaba.


Los dos amigos estaban mudos. Pensaban cosas pero no podían decirlas. Tras los vidrios se veía a la gente acumularse y mirar, en busca de un cadáver o al menos de un herido. Chang desvió los ojos hacia el cuadro. El autor de éste, que ya había dejado de orinarse, lo miró también. Ambos sumergieron sus miradas en el crepúsculo escarlata mientras recuperaban el aliento. En el silencio, sólo escuchaban los latidos de su pulso desbocado. Y ese tuntún, tuntún, tuntún de sus corazones era como lo único que podían entender, como si estuviera sonando sobre los lomos de esas vacas de óleo, sobre el horizonte viscoso de esos campos con perspectiva equivocada y exceso de trementina.



EL MUNDO SIGUE DANDO VUELTAS

Roger Vilain



Para hablar de armamento no es preciso conocer de calibres, ni de municiones, ni de fusiles o tanques. En realidad los aparejos de guerra tienen su razón de ser, no otra que el perfomance diagonal a la pipa de la paz.

Tengo un primo adicto a lecturas bélicas y un tío fanático de Pearl Harbor, película que según sus cálculos ha visto una docena de veces. La guerra del Golfo y la del Peloponeso se dan las manos, como todas las guerras, y Ernest Borgnine todavía es recordado por su casco de soldado y su rostro ennegrecido a fuerza de pólvora y metralla en aquella cinta cuyo nombre, que tengo en la punta de la lengua, me da la espalda escabulléndose.

Hay gente dada a coleccionar pistolas, espadas o puñales. Existen otros que se aprendieron de pe a pa los recovecos de la Segunda Guerra y la nomenclatura completa, seguida por números, siglas y demás, de aviones, submarinos y hasta barcos inventados para pelear. Ante semejante despliegue de información histórica uno se encoge de hombros y se jacta al menos de no tener agenda electrónica: todos los compromisos, con fecha y hora para el encuentro, yacen ordenados en algún rincón de la memoria. Nada mal. Aún los números telefónicos se echan en brazos de ella y, si acaso, porque van siendo como muchos, terminan en una libreta amarillenta.

Armas ha habido, hay y habrá, pero lo más interesante no es el tipo o el tamaño, ni siquiera la capacidad de destrucción. A mi juicio lo verdaderamente llamativo se esconde tras razones ontológicas. Así como lo lee: on-to-ló-gi-cas. Pero nada de eso, el ser de una bazuca, la metafísica de una bayoneta, me tienen sin cuidado. Qué va. Cuando la pomposa ontología se cuela en este escrito tiene que ver nada menos que con la condición humana, es decir, vislumbro la cuestión desde un horizonte hecho carne y hecho huesos, por lo que el asunto cobra ribetes, ahora sí, capaces de quitarme el sueño.

De todo el armamento que en el mundo ha sido, de la simbología guerrera por la que pueda apostar, de entre el imaginario belicista que nos llega intacto hasta la fecha, me quedo con las mujeres. Con ellas, así es. Me quedo con las mujeres de armas tomar, y no por razones de violencia sino fíjese que por todo lo contrario.

Es que una mujer de armas tomar es una mujer de armas tomar. Éstas (las armas, quiero decir), son ojivas nucleares que portan de lo más impávidas a la hora de caminar por una plaza o cuando hacen la cola para el cine. Una mujer de armas tomar tiene el empuje de un blindado, desde luego, más la versatilidad de un AK-47 y por lo general para resguardo de la paz, de la ansiada paz que se diluye casi siempre en manos de políticos y generales.

Por una de estas chicas quemo las naves y con ella salgo a la conquista de otras tierras. Será por eso que el mundo sigue dando vueltas. Será por eso.

FUEGO CRUZADO CON FEDOSY SANTAELLA

Entrevista por María Celina Núñez





1) Tu libro es un combinación de géneros: el cómic, el realismo, la ciencia ficción, la poesía, y una propuesta lúdica con el latín, ¿por qué esta elección?

Así como dicen que eres lo que comes, el escritor es lo que lee y ve. Yo me quedo pegado leyendo los cómics de Moebius y Jodorowsky, con los cuentos de estafadores de O’Henry, con las historias crueles de Saki, con el candoroso padre Brown de Chesterton, y viendo una película como Constantine (que está basada en un cómic). Quizás la ciencia ficción de la que hablas también me venga de lo visual, pues no soy un gran lector de este género literario, pero sí me gusta mucho en cine y en cómic. Desde hace algún tiempo la literatura dejó de ser un reducto de referencias pesadas y eruditas; ahora Batman, una feria de circo, una momia de dibujos animados, Gorila Maguila y un divertimiento con frases del latín tienen cabida, junto a la poesía, Borges y la mitología maya. Tal elección no es del todo conciente; lo que está en Postales sub sole es producto de lo que me ha divertido durante años. Si hubo alguna elección fue y siempre ha sido la de divertirme escribiendo y jugando con toda esa artillería que tengo a mano.


2) Desde el punto de vista estético, el libro es heterogéneo, ¿cuál es tu posición estética como narrador?

Yo me preocupo por contar, por divertirme contando y porque el lector que yo espero que lea mis libros también la pase bien. En Postales sub sole hay gusto por el juego, por el cambio de voces, por los retos. En ese sentido, siempre he pensando que Postales es en cierta medida un libro de humor, de un humor a veces muy sutil, muy delicado. Debo aclarar que, en cuanto al juego, no busqué la experimentación que oscurece, sino la diversión que ilumina. Al lector hay que contarle, hay que sorprenderlo, hay que divertirlo, mantenerlo en la barricada, disparándole todo el tiempo sin darle reposo. Si de un texto al otro debes cambiar para lograr eso, pues entonces hay que hacerlo, y el libro ha de ser heterogéneo sólo en ese aspecto. Su verdadera unidad es subterránea, guerrillera, y su voz de cañón, una sola.

No creo además que, en la búsqueda de una sensación homogénea para un libro de cuentos, se deba sacrificar el estilo y la voz que una historia te está pidiendo a gritos.


3) Hay una intertextualidad con Tolkien, ¿qué opinas de este tipo de literatura?

La literatura infantil, fantástica, detectivesca o policial, de aventuras, de humor y de terror, es lo mejor que jamás se haya escrito, y recomiendo a todos los adultos del mundo que le digan a sus hijos que le cuenten un cuento divertido antes de acostarse a dormir.

4) Al mismo tiempo haces una crítica social en “Postales de Burundanga”, ¿cómo insertas esto en tu propuesta?

“Postales de Burundanga” está conformado de pequeñas historias más o menos divertidas o insólitas que algunos conocidos me contaron. El cuento es eso, un conjunto de postales que retratan nuestro país y a muchos otros países en iguales condiciones. Por otro lado, si te fijas bien, el cuento donde el protagonista es Tolkien, también es una crítica social, política, o como quieras verla. “El anillo” es un cuento sobre cómo el hombre corrompe el poder, cómo su imperfección, sus complejos, convierten al poder en algo vil y sucio, y cómo ese poder deformado, deforma a su vez a los hombres. ¿No es este cuento un reflejo de nuestra sociedad? ¿Acaso el tema más resaltante de estos años no ha sido la lucha de poderes?

Fíjate, el escritor de hace cien años hablaba de la sociedad de hace cien años, el escritor de hoy, habla de la sociedad de hoy. Cuando Ramos Sucre escribió “El mandarín” no estaba contando una sociedad china de hace mil años, sino de la sociedad en la que él vivía, y no sólo eso, sino todas las sociedades, de todas las épocas. Creo que hemos olvidado un poco eso en nuestra literatura, saturados quizás de tanto realismo urbano. Cuando escribimos nuestros cuentos, nadie nos pone una pistola en la cabeza, nadie nos paga un sueldo por ello, ni tampoco nadie nos asegura que nos vamos a ganar un premio por escribir como está de moda; así que uno está en la libertad y en su total derecho de escribir lo que le gusta. Si quieres escribir un cuento que sea realista y urbano, está bien; pero si tú propuesta se aleja de esto, y buscas otros caminos para contar y entretener al lector, lo tuyo es tan válido como lo otro.

5) ¿Cómo fue el proceso de escritura del libro? Da la impresión de que los textos pertenecen a períodos diferentes.

Escribir es un proceso complejo. Hay ciertos temas que te obsesionan, y ciertos juegos literarios que van y vienen. En alguna época estás con ellos, luego te alejas, después vuelves. Ese es por lo menos mi caso. No sé quedarme en un sitio, creo que no es bueno; estancarte es darle ventajas al enemigo, quiero decir, a la comodidad, al facilismo. Postales sub sole se enmarca dentro de varias épocas donde volví a ciertos juegos, a ciertas maneras de contar. El tiempo me permitió darme cuenta de que tenía un cuerpo de textos hermanos que formaban un libro. Luego, ya recopilados, seguí trabajando en cuentos nuevos y sobre los que ya estaban escritos. ¿Cuál es esa unidad? Pues el humor, el juego con el lenguaje y con los géneros, la brevedad en muchos casos, y la temática del poder que recorre el libro como un gran fantasma.


6) ¿Qué significa haber ganado con este libro la Bienal Pocaterra?

Significa que puedes imponer una voz diferente, tú voz, que es tan válida como cualquier otra. Significa que la literatura no conoce límites, y que siempre buscará zafarse del momento que le imponen.

7) ¿Cuáles son tus autores de cabecera?

Puedo decirte que muestro con orgullo mis libros de Stephen King, de Otrova Gomas, de Armando Sequera, de Boris Vian, de Arthur Conan Doyle, de Hammett, de Carver, de Ponson du Terrail, de Álvaro Mutis, de Roald Dahl, de Saki y de O’Henry, y mis cómics de Moebius y Jorodowsky, de Frank Miller y de Hugo Pratt. Y siempre que puedo, vuelvo al cuaderno donde copié íntegra la biografía de Rocanegras. También disfruto muchísimo leyendo a mis contemporáneos. A Enrique Enríquez, a Roberto Echeto, a Adriana Bertorelli, a Mireya Tábuas, a Sergio Márquez, a Joaquín Ortega y a José Urriola, entre otros, en los hermanos Chang.

8) Finalmente, ¿cómo qué tipo de escritor quieres ser percibido?

No sé cuántos tipos de escritores existen, pero si pensamos en una foto a manera de postal para el recuerdo, no me gustaría salir con cara de tipo amargado o muy inteligente. El mundo ya tiene suficiente gente amargada e inteligente.


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CUCHILLOS OCCAM

Juan Carlos Chirinos


Su pierna derecha es lo primero que entra en la tienda; en realidad es lo primero que el tendero ve porque tiene la mala costumbre de observar a la gente de abajo hacia arriba, con la suposición de que los zapatos son el reflejo exacto de la persona que los lleva, sin tomar en consideración que son las prendas de vestir que están en contacto directo con la realidad; a lo sumo, tendría que suponer que los zapatos revelan por dónde ha pisado su dueño, qué caminos ha tomado para llegar hasta donde se encuentra, que es justamente el umbral que, en el momento en que el tendero mira, está cruzando la pierna derecha, subida en un tacón rojo no muy alto y cubierta hasta un poco más arriba de la rodilla por un liviano vestido de pequeñas florecitas. Tintinea el móvil chino que le sirve de guardián de ese centeno y termina de entrar la chica dueña de esos zapatos bajo las piernas bajo el vestido bajo la blusa bajo el collar bajo la amable sonrisa que le ofrece tan tarde y él con esa pinta de recién levantado. ¿Ha oído bien?

—Que necesito un cuchillo tan afilado que estas pequeñas muñecas mías no necesiten hacer el mínimo esfuerzo para lograrlo, porque me duelen mucho —le repite la chica, esta vez mostrándole el reverso de las muñecas y de paso las palmas sin líneas para leer y los delgados brazos surcados por venas azules como si fueran autopistas de alta velocidad.

El tendero, por instinto de vendedor, gira la cabeza en busca de algún ejemplar reluciente que cumpla lo que se le acaba de solicitar, pero casi al mismo tiempo se pregunta para qué puede una niña estilizada y bonita necesitar un cuchillo tan peligroso y, sobre todo, se pregunta si no hay cierto aire ilegal en el acto de venderle algo tan mortífero a esa edad. ¿Cuántos puede tener? ¿20? ¿24? Algo de morbo le da pensar en la muchacha blandiendo el cuchillo como un instrumento de precisión; y si no se tratara de un vendedor experimentado en el arte de comerciar con armas blancas y utensilios de cocina, habría caído en la trampa de ofrecerle una delicada katana recién llegada de Japón o el costosísimo bisturí por el que cambió su última navaja suiza del siglo XIX. No, no. La clienta ha sido explícita en su pedido: quiere un cuchillo. Un cuchillo óptimo, que cumpla con su deber de cuchillo sin otra finalidad que esa. Un cuchillo que corte el aire a ser posible y sin esfuerzo alguno.

—¿Tiene un instrumento así?

No es una pregunta que se le deba hacer a un vendedor vocacional. Nunca, él se repite en la cabeza, nunca dejo de tener lo que un cliente quiere y si no lo tengo conmigo en este momento lo tendré en el menor tiempo posible o por lo menos antes de que decida preguntar en alguna tienda de la competencia. El principio insoslayable del gran vendedor es que no hay nada que alguien quiera que ya no lo esté esperando en alguna parte del planeta. En el fondo, cree el tendero, su trabajo consiste en juntar la cosa inanimada con aquella persona que desea tenerla entre sus manos. Así que la respuesta fue rápida, hosca y premeditadamente desdeñosa:

—Para eso estamos.

Y sin darle tiempo a disfrutar de sus taimadas técnicas de venta, la chica se puso de su lado sonriendo como la niña buena que espera toda la enseñanza de su nuevo maestro, el sensei de los objetos cortantes. El tendero, sin saber las palabras exactas, sabía que en todo aquello había algo de ilegal, y que no le convenía hacer pública esta transacción. Miró hacia la puerta con el susto de que fuera a entrar algún inoportuno que lo obligara a actuar con sigilo. «Es muy tarde ya, quizá hoy tenga un poco de suerte», murmuró mientras se alejaba hacia el fondo de la tienda, pues había recordado que quizá había una caja donde se guardaba algo parecido a lo que andaba buscando. Unos cuchillos que había comprado en uno de sus viajes a Europa, a las montañas transilvanas. ¿No le había dicho aquel gitano que con esos cuchillos se cortaron no pocas cabezas de vampiros y turcos invasores? En ese momento no le creyó, supuso que era otra de las charlatanerías del pícaro para endilgarle sus cachivaches; y él se los compró más por el hastío de la persecución que por fe en esas tonterías. Total, no pagaría más de cinco dólares por una caja completa. Pero ahora —esta venta tiene que darse— le pareció que era el mejor argumento para ofrecerle el producto a su nueva y perturbadora clienta. ¿Hay algo que corte mejor que un capavampiros? El nombre estaba escrito en la tapa de la caja y él estuvo de acuerdo, pues su consigna era que, en caso de duda, no había que presumirse la existencia de más cosas que las absolutamente necesarias. Y aquí todo era muy sencillo: una chica, un cuchillo, una venta. ¿Hacía falta algo más? Sí, claro: su capacidad para convencer.

—Es el último que me queda. Hace años lo compré en Tîrgoviste a un gitano moribundo. Creo que es el único ejemplar de capavampiros que hay en este país, así que no creo que lo consiga en otro lugar, —dijo el tendero y lo desenvainó lentamente, sabiendo que el reluciente brillo de la hoja (acababa de pulirla con abrillantador) avivaría los deseos de la muchacha. —No hay nada que corte como la hoja de este cuchillo, —y para reforzar su frase, colocó frente a él un maniquí y de un solo (y suave y firme y goloso) tajo hizo rodar la cabeza por el suelo. —Estos cuchillos lo hacen todo más sencillo, ¿verdad? Tome, pruébelo, córtele un brazo al maniquí. Verá que no le dolerán las muñecas nada de nada, —pero al tendero le sonó esta última frase a una indecorosa insinuación, quizá la palabra ‘muñeca’ tan cerca del capavampiros provocara en él todo tipo de imágenes sensuales. ¿O era por como ella alargaba el brazo hacia él? ¿Ese movimiento era una como señal de emergencia, estaba confundiendo los negocios y el deseo?

La chica, sonriente hasta la sospecha, agarró el cuchillo y lo observó con detenida fruición. El tendero creyó ver cómo le pasaba la lengua por el filo, pero sólo era su imaginación; lo que ocurrió de inmediato es que la chica se estiró como depredador de la sabana y de un solo (y suave y firme y goloso) tajo hizo que la cabeza del tendero rodara por los suelos hasta donde ya reposaba la del maniquí. De inmediato entraron dos chicos, igual de guapos que ella, sin líneas en las manos, surcados de venas azules y, dándole una palmada en la espalda, empezaron a guardar en mochilas la mercancía más valiosa y el dinero —no era poco—, enviando a las dos cabezas con una patadita condescendiente hacia el fondo de la tienda. Sobre el mostrador una gota de sangre coloreaba la repisa y, con uno de sus blancos dedos, la chica recogió esa gota y se la bebió mirándose las manos. «No me duelen las muñecas, es verdad», murmuró y se sentó a esperar que los otros acabaran el trabajo. Silbó un poco.


ARMAS COMUNES

Adriana Bertorelli




Es que hoy los cuerpos sobran, y es el olor a formol y naftalina con orines de gatos, es fin de semana largo y quincena para ñapa y uno aquí pasando coleto en vez de irse a bailar merengue con Wilfrido al club dominicano. Mire a ese pobre hombre comadre, y no es que no le agradezca que me haya venido a ayudar pero mírelo pobrecito como lo dejó la mujer que lo mató de un yucazo en la base del cráneo. Una guajira celosa, me dijo el enfermero, porque el tipo se le perdió por 4 días con los reales de la semana. O mire usted a aquel otro y no se le olvide pasar bien el coleto por debajo de las camillas que es donde más se acumula la mugre y los malos olores, a ese lo mató un vigilante porque este desgraciado quería robar la charcutería donde el otro trabaja y le cayó a chuzazos. Y sin que se le aguara el ojo el vigilante agarró un queso de año de 5 kilos y le dio de carajazos con el queso hasta que le rompió la cabeza, si señor, quién lo manda a malandro, comadre que ya deben ir por el segundo set en el club dominicano y Wilfrido esperándome y nosotras varadas acá con estos muertos. Fuera visto el mes pasado que llegó una pobre vieja esnucada porque se resbaló con el jabón en la ducha, virgen santísima. O a una muchacha que se tragó una espina de pescado y se le perforó la tráquea. Es que ya la muerte no respeta ni queso, ni yuca, ni jabón, ni pescado, ni una albóndiga que uno se trague mal tragada y se le atore en el pescuezo y esas neveras llenitas de muerte comadre, de cadáveres que ni gente parecen de tan grises y que ya ni a gente huelen, válgame Dios. Y a veces pongo mi merenguito para que no estén tan grises ni tan solos, pero el otro día me amonestaron y yo sin este trabajo no puedo mantener a Wilfrido, que ya debe estar furioso en el club comadre, porque dice que muerto no entiende de limpieza y tiene razón.

MUNICIONES PARA GENTE CON COMPROMISO

José Urriola C.



-Aquí tiene la carta, caballero-. Me la extiende con una mano mientras con la otra se alisa en vano la microscópica minifalda de cuero sintético azul, igual no alcanza a cubrirse el triangulito de ropa interior que se asoma por debajo. Se sonroja. -Siéntese a gusto y tómese su tiempo. Cualquier duda estamos a la orden.

Se aleja con un taconeo que hace retumbar el suelo y un meneo de caderas que sacude al universo. Me apoltrono en el sillón de cuero, se siente bien con el aire acondicionado y las persianas a medio cerrar. Pienso en lo raro que es todo. La situación, el lugar. La última vez que vine a comprar municiones para la escopeta de balines de los muchachos me atendió un gordo embutido en franela manchada de grasa detrás de un mostrador repleto de armas. Me tiró de mala gana un par de cajas sobre el cristal de la vitrina y gruñó: “tenemos un dos por uno hasta el 15, y si no toma la oferta la caja sencilla le cuesta el doble”.

Ahora estoy aquí, en medio de una especie de Goldmember club del viajero frecuente, chicas guapas en minifalda y letreritos con diseño minimalistas que rezan: “Municiones a la Carta, porque siempre tendremos algo para Usted”. Abro la carpeta forrada en piel de bola de canario por la primera página, debajo del título Menú dice Bienvenidos y debajo del Bienvenidos hay un párrafo redactado en el lenguaje de los publicistas, que si pensando en los intereses particulares de cada quien, que si atendiendo a las necesidades y demandas de los tiempos que corren, que si los pioneros en este tipo de atención y servicios de hoy y mañana, bla bla bla, satisfacción garantizada, bla bla bla, devolvemos su dinero e indemnizamos a sus seres queridos… bla bla bla para más información leer las bases de la promoción al final.

Voy directo a lo que me trajo: los balines. No encuentro lo que busco así que me detengo uno a uno en los platillos que ofrece la carta.

Ecobullet: Bala 100% ecológica manufacturada a partir de residuos orgánicos de animales en vías de extinción fallecidos por muerte natural. Consiste en un centro tierno de corazón de tortuga marina cubierto de caparazón de galápago gigante, espolvoreado con una fina capa de excremento disecado de celacanto y rociado con un delicado polvillo de extractos de semen de dragón de Papúa Nueva Guinea. (Caja de unidades: 250 US$)

Gothic-Death: Proyectiles elaborados en los sótanos más oscuros y siniestros del inframundo, con cabeza de colmillo de vampiro humano cuyo nervio está vaciado con lágrimas de poeta maldito y sangre de licántropo. Las balas no son mortales pero se alojan cerca del corazón de la víctima y lo obligan a padecer una larga vida signada por la melancolía, la depresión y el franco convencimiento de ser un muerto en vida. (Caja de doce unidades: 350 US$)

Bolivarian Dream: Balines orgánicos en forma de verruga (en una extensa gama de colores de la marrón a la roja intensa) que se han fundido con los dineros de la corrupción civil -de toda la vida- y la militar -que no es tan nueva pero sí repotenciada-. Salpicadas con pedazos de médula de embriones malayos sobrantes de la gloriosa recuperación del gran comandante antillano y maceradas en aguardiente destilado a partir del ADN proveniente del vello púbico de los héroes de Puente Llaguno. (Gratis las primeras 5000 unidades cortesía del Gobierno Popular Bolivariano, a partir de allí todo, absolutamente todo, es negociable).

Cretinil: Proyectiles megagigantes doble queso, rellenos de rico chocolate y crema pastelera, con topping de sirope de fresa, lluvia de maní y rociados con deliciosa mantequilla líquida con sabor artificial a ajo. No son mortales pero sí garantizan un alza trepidante de los triglicéridos y el colesterol, una disminución brutal en la cantidad de neuronas, deterioro de la capacidad de sinapsis, además de divertidos ataques de flatulencia y una diarrea incontrolable que a todos matará del olor y la risa. (Dos unidades XXL por sólo 1,25 US$)

RoRo (Rocío Romántico): Balas elaboradas en base a una mezcla de pétalos de rosa comprimidos y papelitos escritos con pulso de adolescente enamorada con la trascripción de las letras-poemas de Ricardo Arjona. Salpicadas con partículas de saliva de todos los animadores de Sábado Sensacional y rociadas con gotitas de sudor del bigote de todos los que aplauden los chistes en el Aló Presidente. (Las municiones son gratis pero hay que pagar por la caja que las contiene, diseñada por Lila Morillo, a la módica suma de 85 US$ por unidad).

Menú de degustación: Una selección conformada por dos unidades de cada munición presentadas en cucharilla sobre un lecho de hojuelas metálicas provenientes del avión presidencial –el viejo, claro- y dentro del cajoncito “jaula de oro” diseñado por Lila. (Precio especial de promoción: 65US$)

-Señorita, disculpe, está muy bien esto del menú, pero aquí no encuentro exactamente lo que estaba buscando. Yo quiero unos balines simples de esos que uno usa para una escopeta de aire comprimido

-Lo siento, caballero, pero si no está en el menú no lo va a conseguir aquí.

-Ah, bueno, entonces aquí tiene su carta y buenas tardes.

-Lo lamento señor, pero me parece que no leyó las letras pequeñas. Con la consulta del menú Usted se compromete a hacer uso de la promoción. Tiene que seleccionar alguna de las municiones de la carta y tiene que probarla directamente en su persona –. Se alisa la faldita, se acomoda el mechón de cabellos que seductoramente le cae sobre el pómulo abundantemente maquillada- Yo misma le suministro la dosis.

-Pues, qué le vamos a hacer, yo voy a querer entonces… el menú de degustación.

Digo eso y recorro con la vista las piernazas de mi victimaria. Se me ocurre que tengo que llamar a mi mujer y mis hijos. Para que se olviden por hoy de los balines. Para que no me esperen a cenar. Algo inesperado se presentó, los quiero mucho, no llegaré.


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PICA LA PELUCA

Enrique Enríquez


(Dedicado a todos los Clint Eastwood del mundo)


El Sicario se frotó los dedos para eliminar cualquier residuo de masa de gnocci mientras empujaba su silla de ruedas hacia el fregadero de la cocina, donde se lavó las manos, secándolas luego con un paño blanquísimo que volvió a plegar por sus dobleces exactos. Así, con las manos impolutas, buscó entre sus bolsillos la llavecita chata y cautelosamente gris que abría la segunda gaveta del armario, de donde sacó una bala calibre 25 que puso frente a la fotografía de una chica con cara de "empleada del mes", dejándola husmearle el rostro por varios segundos antes de meterla en un sobre y cerrarlo pasando la lengua por el filo engomado.


Quienes no tienen el valor de chapotear en las miserias de la vida se suicidan. Si resultan cobardes incluso para eso, llaman al Sicario y la muerte les llega a vuelta de correo. El Sicario pone una bala a mirar una foto de la víctima y luego la mete en un sobre con su dirección. Cuando el "cliente" abre el sobre, la bala le parte el pecho. Fácil y rápido. Infalible llueva, truene o relampaguee. El correo jamás falla y el Sicario menos.


Del Sicario no hay mucho que decir. Seis años atrás su primo Cósimo lo invitó a cenar. Tres platos de osso bucco con regina fagioli después, entraba a la sala de emergencias del hospital de Terrasini con una indigestión que lo dejó paralítico y le confirió el poder de dominar las balas usando la mente como pistola, todo por el mismo precio. Si Cósimo le había tendido una trampa o no era incierto, pero por las dudas el Sicario le abrió una segunda sonrisa más abajo de la quijada. Descanse en paz.

Hablemos mejor de su cliente, Melinda, la chica de la foto. Melinda quería ser actriz. Algunos pensaban que tenía todo para triunfar porque era alta, rubia, atractiva y un poco tonta, así que hizo lo que todas las mujeres altas, rubias, atractivas y un poco tontas hacen cuando quieren se actrices: fue a una audición.

La audición estaba llena de mujeres altas, rubias, atractivas y un poco tontas esperando ser descubiertas. Ninguna hablaba, y Melinda pensó "¡qué pretenciosas!". Luego de un rato dos hombres vestidos con uniforme azul entraron a la habitación, cargaron cada uno a una de las chicas y se fueron. Volvieron al poco tiempo y repitieron la operación. Melinda no notó nada extraño hasta que a una de las chicas se le cayó la cabeza cuando la levantaban. "Vaya, ¡esa es más tonta que yo!" se dijo. Da vergüenza decirlo, pero aún tardó diez minutos en enterarse de que se había sentado en un depósito de maniquíes. Ni siquiera lo descubrió ella misma, sino el sujeto que, al levantarla, no encontró las etiquetas con los precios en su ropa.

De ahí en adelante, y con una constancia pasmosa, fracasó en cada papel que le asignaron. Si le hablaban del Método Stanislawsky, ella respondía que siempre había confiado más en la píldora. Era un fracaso y todos lo sabían. Peor aún: ella lo sabía. Por eso contactó al Sicario, le envió su foto y se sentó a esperar que el cartero le trajera la muerte. Lo que no sabía Melinda es que ha podido ahorrarse el dinero, pues el Asesino de los Jueves entró esa noche a su casa.

El Asesino de los Jueves se metía a la casa de sus víctimas un jueves, usurpaba su identidad por siete días y las mataba el jueves siguiente. Según él, se entregaba a las costumbres de una persona extraña y luego se liberaba de ellas asesinándola. Algo muy coherente si te patina el coco. Había sido peluquero en Los Ángeles pero un tumor cerebral lo sacó del negocio. Los médicos decían que más de un corte de pelo al día lo habría hecho tener un derrame y eso le destruyó la carrera. No pudiendo ser quien quería ser, decidió ser cualquiera. Se volvió loco. En cualquier país del mundo los locos se contentan con deambular por la calle, pero en Los Ángeles los locos matan gente. Por algo es tan callado el Primer Mundo.

Melinda no notó nada raro en el hombre sin cabello ni cejas que la siguió hasta su casa conduciendo un escarabajo rosado en cuyo guardafangos podía leerse "Born To Kill". Tampoco le pareció raro que estacionase su auto junto al de ella y la siguiese por el jardín. Iba a comenzar a extrañarle todo aquello cuando recibió un mazazo en la nuca. Lo siguiente que supo fue que estaba en su cama, viéndose a si misma parada a sus pies.

-¿Quién eres tú? -preguntó.
-Soy Melinda -contestó el psicópata con voz de muñeca taiwanesa- esta semana verás qué tan Melinda soy. Luego te mataré. ¡Ah! y no intentes escapar. No tienes modo de engañarme. Tengo el coeficiente intelectual de un genio.
-¡Ay sí! -contestó la verdadera Melinda- serás muy genio, pero te apuesto a que a mi me invita más gente a salir.

Por fortuna sonó el timbre. En este tipo de historias la persona que llama a la puerta suele morir, pero el cartero se fue ileso tras dejar su encomienda en manos de una Melinda que supo ocultar muy bien sus nervios. Con la misma sangre fría cerró luego la puerta y dijo a su doble:

-Llegó el correo.
-Muy bien -dijo el Asesino de los Jueves- Abre una carta y yo abriré las demás exactamente igual a como tú abras la primera.

Siempre somos mejores cuando ya nada importa. Nuestra rehén fue pasando carta por carta con parsimonia, notando divertida que su captor miraba con atención de antropólogo cada uno de sus gestos. Ella que había sido tan mediocre frente al público, actuaba muy bien ante la muerte. Aquel fajo era bastante tedioso: cuentas… cuentas… publicidad… cuentas… cariños desde Italia… cuentas… ¿Cariños desde Italia? El sobre pesaba más de lo normal y Melinda entendió todo. Esa fue la carta elegida.

-¿Sabes? -le dijo al demente usando un histrionismo del que jamás gozó en escena- Me encantaría quedarme a que me mates, pero acabo de recordar que tenía un compromiso previo.

Melinda abrió el sobre del Sicario, la bala hizo lo suyo y ella murió en el acto sin que el Asesino de los Jueves tuviese nada que ver. No habiéndola matado él, la liberación era imposible y el Asesino de los Jueves se vio obligado a ser Melinda para siempre.

Lo bonito de esta historia es que a partir de entonces la actuación de Melinda mejoró. Nadie sabía cómo pero ahora era estupenda. Pronto comenzaron a lloverle los contratos, la ofertas, los halagos. Todo el mundo tenía un papel escrito para ella, todo galán la ansiaba entre sus brazos. El Tony llegó seguido del Golden Globe y finalmente del Oscar. Cuando Melinda recibió la estatuilla de manos de Anthony Hopkins lloraba. Nadie supo nunca que aquel era un llanto de prisionero, no de estrella.


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EL HOMBRE INVISIBLE

Jorge Gómez Jiménez


El tipo anda armado. Tiene una pistola en el bolsillo. Por eso no se agarra del tubo de arriba. Por eso se queda cerca de la puerta. Pero ya se la vi. Levantó un poquito el brazo derecho y se la vi. Se le levantó un poquito la chaqueta y se la vi. La tiene en el bolsillo de atrás. La chaqueta se la tapa. Por eso usa chaqueta. Hace calor y usa chaqueta. Este gentío y él con chaqueta. Para taparse la pistola.

Entre él y yo hay tres personas. Un falso ejecutivo. Parece cajero de banco. Una camisa barata. Escucha música en su emepetrés. Una parejita. Hablan de una piscina. Con este calor. El metro a reventar y una piscina. Es una tortura. Ella es muy linda. Tiene una camisa descotada. Es una tortura. El tipo la mira de reojo. Cada vez que puede. Yo la miro de reojo. También miro al novio. No quiero que vea que veo a su novia. No quiero problemas. El tipo no mira al novio. Tiene una pistola y quiere problemas.

El tipo no me ha visto. No llamo su atención. Soy el hombre invisible. El tipo mantiene abajo los brazos. Se agarra del tubo. Uno de los verticales. No puede levantar los brazos. No puede agarrarse de arriba. Si se le levanta la chaqueta se le ve. La pistola invisible. Fue sólo un segundo pero la vi. El tipo tiene una pistola. Yo la vi. Él no me ha visto. Se mira los zapatos. De cuando en cuando gruñe. Como si fuera a escupir. Gruñe y se mira los zapatos. Gruñe y le mira las tetas a la novia del novio. Tiene ganas de escupir y no me ha visto.

No quiero que me vea. Me miro los zapatos. Me pregunto qué oye el cajero. Me concentro. Un chinchineo. Nada concluyente. Una música de rumba. Quizás un reguetón. Me miro los zapatos. De reojo veo al tipo. Vigilo su posición. Si hace un movimiento brusco nos jodimos. Tiroteo. Un tiroteo en el metro. La prensa. La seguridad del metro. Que mate al del reguetón.

Trato de acercarme a la puerta. No tan cerca. Si me pego me tumban. Salen dando golpes. Se meten dando golpes. Nada les importa. Y eso que ni saben que el tipo anda armado. Entrarían en pánico. Un desastre. Todo el mundo corriendo y yo pegado a la puerta. Prefiero los golpes a un tiro.

Me voy a bajar en Plaza Venezuela. Voy para Chacaíto pero sigo a pie. Tengo al tipo cerca. Está cerca de la parejita. Del cajero. Tiene los brazos abajo. Que se baje en Colegio de Ingenieros. Ahí nunca hay gente. Ahí es mejor un tiroteo. Uno puede correr. Nadie te va a pisar. En otra estación sería un desastre. Aquel gentío.

Se abre la puerta. Se baja el cajero. La novia del novio huele a agua fresca. Es una tortura. El tipo no se baja. Se mira los zapatos. Quizás está nervioso. Cuando me pongo nervioso miro la hora. No siempre. Pero a veces miro la hora. Estoy mirando la hora. El tipo no me mira. Soy el hombre invisible. No me mira porque se mira los zapatos. El tipo anda armado y está nervioso. Plaza Venezuela. Cruzo el bulevar a pie. Mejor el bulevar que el metro.

La hora. Minuto y medio. La gente pide permiso. Ahora sí me pego a la puerta. Plaza Venezuela. Los que se van a bajar piden permiso. Pero yo estoy de primero. La parejita se aparta. No se van a bajar. El tipo se me pone al lado. El tipo anda armado y se va a bajar conmigo. Lo miro en el reflejo de la puerta. Él me mira. Ahora sí me mira. No soy el hombre invisible. Miro la hora.

Se abre la puerta. Hay empujones. Rayas amarillas. Hay una cola pero igual empujan. El tipo sale. Me miró en el reflejo. Sabe que sé. Camina rápido. La seguridad del metro. Busco a los de azul. Lo señalaré. Lo denunciaré. Las escaleras parecen vagones. Sube. Se mira los zapatos. Estoy atascado en un vagón que sube. Él no está atascado. Sube. Voltea. Me busca. Me escondo en el gentío. Soy el hombre invisible. Él no puede verme. Lo pierdo. Es un hombre invisible.

Fin de la escalera. Troto. No lo veo. Me escondo detrás de la gente. Hay un gentío en la taquilla. Descuidados. Compran boletos insuficientes. Son mi escondite. Gente que no compra el boleto correcto. Soy el hombre invisible. El tipo anda armado. Pasa por el torniquete. Se va. No me ve.

La seguridad del metro. Tienen que agarrarlo. Lo denunciaré. Lo miro. Se irá. Ahí viene la seguridad. Se me acerca. También está armado pero es la seguridad. Viene de azul y armado. Tiene un radio. Hay otro de azul cerca del tipo. La mano sobre el arma. Tengo que moverme rápido. Con radios será fácil. Le diré al que tengo cerca. No me sale. Quiero hablar y grito. No puedo moverme. La seguridad del metro. El tipo habla con el de azul. Me señala. No soy invisible. Me tiran al suelo. Me revisan. El tipo huye. El tipo anda armado y se está riendo.


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SOBRE EL CAPITÁN GANGRENA

Roberto Echeto



Hace un tiempo, cada vez que alguien me preguntaba que qué proyecto literario tenía entre manos, le contaba el boceto de una historia protagonizada por un hombre al que le faltaba un brazo. Esa imagen vivió conmigo durante varios años y nada que podía hacerle la llave magistral que se le hacen a las anécdotas que nos rondan para someterlas y transformarlas en un relato. Este cuento era taimado. Cuando me le acercaba por la izquierda, me lanzaba una patada; cuando me le iba por la derecha, me mordía o me lanzaba un carajazo directo a la nariz. Si me le encimaba, se volvía tan baboso como un luchador de sumo, me cargaba en vilo, me lanzaba al piso y luego me escupía. Así viví lleno de morados y de costras durante mucho tiempo hasta que por fin se me ocurrió aplicarle el judo moral al bendito relato. De ese modo, me le acerqué y cuando vino él a atacarme, no hice nada. No me moví. No lo agarré. No me defendí. Ese fue el momento ideal para retratarlo y convertirlo en un cuento que leerán algún día.

La historia es más o menos así: un hombre (el capitán Salvador Méndez Smith) perdió su brazo izquierdo. Gracias a esa circunstancia, tuvo que abandonar el servicio activo en las Fuerzas Especiales, y terminó trabajando como asesor en la Central, la oficina de inteligencia que el nuevo gobierno creó para luchar contra los sediciosos que pretenden derrocarlo. Como era de esperarse, el capitán Méndez vive acomplejado por la ausencia de su brazo. Lo único que lo consuela es que sabe que no está solo, que su brazo, como un fantasma que clama venganza, lo acompaña noche y día.

Un día, el capitán Gangrena (como llamaron a Salvador sus antiguos compañeros de las fuerzas especiales) tiene que entrar en acción y no duda en apelar a su arma predilecta: el puñal. Y así, matando a quienes lo odian, vuelve a la vida el hombre del brazo invisible.

Es difícil precisar cuáles fueron las razones que llevaron a este servidor a escribir semejante cuento, pero puedo enumerar dos. La primera de ellas tiene que ver con un personaje que fue muy importante para mi hermano y para mí cuando éramos unos enanos. Se trata de Tele (su nombre completo era Telésforo), un tío muy querido a quien le faltaba un brazo.

Aquella ausencia que rompía la simetría corporal de Tele nos intrigaba mucho. Vivíamos preguntándole a él y a toda la familia que cómo había perdido su extremidad izquierda, y nadie nos contó nunca la verdad. Siempre nos mareaban con cuentos estrafalarios y divertidos en cuyos finales nuestro tío siempre perdía su brazo. Unas veces los culpables eran unos cocodrilos mal parados en la Cota Mil; otras un autobús que se llevó su brazo por no llevarlo dentro del carro; otras un tigre que entró a su casa para comerse a mi tía y a mis primas… Mi hermano y yo nunca supimos el porqué de su amputación y ya no queremos saberlo. Preferimos la leyenda.

Tele fue agente de la policía en tiempos de Isaías Medina Angarita y, más tarde (con o sin brazo, no lo sabemos), trabajó en la Seguridad Nacional. Sus últimos años, aparte de ayudarnos a mi hermano y a mí con los deberes escolares, los pasó trabajando como Contador en un taller mecánico de Maripérez. Era un hombre recio que nunca salía a la calle sin sus trajes y sus corbatas impecables, ni sin ponerse su prótesis de madera que remataba en una mano también de madera cubierta con un blanquísimo guante quirúrgico al que cambiaba todos los días.

Muchos años después que Tele murió, pregunté por esa prótesis a la que él llamaba «el guante». Mi tía dice que la regaló. Siempre he pensado que un gran homenaje a Tele hubiera sido colocar ese brazo de madera en una vitrina y colgarla en la pared de la sala principal de mi casa, pero Uds. saben… Nada pesa más que la opinión de una esposa.

Lo que mi tía guardó de Tele, aparte de sus fotos uniformado de policía y un pequeño radio negro en el que oía interminables partidos de béisbol, fue un cuchillo de hoja corta y mango blanco que venía en una funda de cuero.

La segunda razón que tuve para escribir «El capitán Gangrena» tiene que ver con que quería contar una historia sobre un héroe capaz de superar todas las dificultades, incluso las que su propio cuerpo le planteaba. Esta intención no es nueva. La historia de la humanidad está llena de personajes ilustres, incluso de héroes nacionales, a los que les faltaron o les fallaron partes de sus cuerpos, y si no lo creen, piensen en Miguel de Cervantes, en el almirante Nelson, en el Mocho Hernández, en Valle Inclán, en Goya (que era sordo al igual que Beethoven), en Lord Byron, etcétera, etcétera, etcétera.

A mí me interesaba hablar sobre ese tipo de personajes, entre otras cosas porque se amoldaban a la leyenda que mi hermano y yo construimos alrededor de nuestro tío; leyenda que rezaba que se puede ser el hombre más hombre de todos los hombres, aún faltándote una parte de tu cuerpo, porque el verdadero valor no está en el físico sino en la voluntad.

«El Capitán Gangrena» es un pequeño monumento a los hombres de acción —reales o no— de todos los tiempos, ésos que no dudaban ni un segundo a la hora de defender su honor, el de su familia y su modo de vida con la justicia, con las manos o con las armas, lo que fuera menester.

Hombres así ya no quedan en este mundo real plagado de mequetrefes.


250 MILILITROS

Gustavo Valle



-Después vino el aguacero. Y llovió como nunca antes había llovido. Los relámpagos, los truenos, y después más relámpagos. Yo andaba en pijama. Bajé las escaleras en pantuflas. El jardín estaba inundado. El jardín y el cuartito chapoteaban. Mis pantuflas quedaron enterradas en el lodo.

-¿Alguien te vio?

-No. El cuartito estaba en el jardín. Yo quería meterme, cerrar la puerta y quedarme adentro. Para siempre. Para no salir más nunca.

-¿El cuartito de las herramientas?

-Sí, pero ya no había herramientas.

-¿Y qué pasó?

-Disparé. Disparé seis veces. Seis tiros hacia la puerta. Luego se escuchó la sirena. En medio del aguacero se escuchó la sirena. Los vecinos habrían llamado. La policía tocó el timbre pero yo ya estaba adentro.

-¿Y les abriste?

-No. Adentro estaba mi viejo, sentado en el suelo. Yo me acerqué. Le pregunté que hacía allí metido. “Te pude haber matado”, le dije. "¿Qué haces aquí metido?" Y él me respondió que estaba allí para guarecerse. “Está lloviendo a cántaros”, hijo, “está cayendo un diluvio”.

-¿Pero tu viejo no estaba arriba, en su habitación?

-Sí.

-¿Y entonces?

-No sé cómo explicarlo… Primero busqué en su mesa de noche. Después debajo de su cama, y allí estaba. Lo agarré. Se me cayó. Lo volví a agarrar. Era tan pesado que se me caía. Lo agarraba y se me caía. Hasta que lo agarré bien fuerte y ya no se me cayó más.

-Y con el arma en las manos bajaste al jardín.

-Yo quería despedazarla, reventarla por dentro, pero apenas salió malherida. Huyó arrastrándose como un perro, y le advertí que no volviera. Le dije que si la veía de nuevo no fallaría.

-No entiendo nada.

-Claro, quería pegarle un tiro en el corazón que lo mató de un infarto. Disparé una, dos, tres veces, hasta seis veces, y con cada disparo escuché un grito, un alarido que yo no sabía de quién diablos era.

-¿Pero entonces a quién le estabas disparando?

-Agarré el 38 con fuerza. Me habían dicho que pateaba, que me haría daño, que cuidado. Bajé al jardín en medio del palo de agua. Me apoyé con firmeza y apunté. Le apunté a ésa que estaba allí metida con mi viejo adentro.

-Siéntate, por favor.

-Disparé hasta quedarme sin balas. Luego me acerqué en busca de los plomos. Los busqué en la puerta misma, en el marco, en las bisagras, en el interior del cuartito, en las paredes interiores del cuartito, y no vi nada. Los plomos no estaban.

-Pero estaba tu viejo.

-Tampoco.

-Entonces no estabas disparando contra…

-No. Los plomos todavía deben estar en las piernas de esa bicha.

-¿Alguien más sabe esto?

-Nunca se lo dije a nadie.

-¿Y tu viejo?

-Mi viejo ya no era nada. Era mi viejo, claro, pero no era nada. Con el corazón reventado como una patilla. Con el pecho más inflado que la almohada que compartía con mi vieja. Él estaba acostado en su cama pero no estaba. Mi viejo ya se había ido cuando empezó la tormenta.

LAS ARMAS DEL FRACASO: BREVE EPISTEMOLOGÍA DE UN ARSENAL APÓCRIFO

Sergio Márquez



“The Black Cocaine”

55% Cocaína pura calcinada por electrólisis.
27% Esporas del Hongo del Salitre.
11% Carbón del Guasare.
5% Caucho quemao.
2% Desconocido.

La infernal cocaína negra, o “La Lotario”, como tristemente se le conociera para aquel momento en Venezuela, se reveló sin duda alguna como la más destructiva y subrepticia arma de laboratorio “utilizada” por los servicios secretos norteamericanos durante el período de las “Startoxic Wars” (1979-1984). La confusa etapa de transición entre dos gobiernos de tendencias tan radicalmente opuestas (Carter-Reagan) y la profundidad de la depravación alcanzada dentro de los corrompidos rangos medios de la Drug Enforcement Administration, lograron pervertir el proceso de introducción e implementación de la black cocaine como punta de lanza dentro de la estrategia inversa de choque propuesta por la CIA para destruir a los cárteles infectándolos internamente con el germen de la demencia farmacológica. Su altísimo e incontrolable poder adictivo provocó la propagación masiva de su abuso por parte de los agentes de la DEA a todo lo largo y ancho de sus operaciones encubiertas, obligando al Pentágono a intervenir mediante la confiscación y supuesta posterior destrucción de los alijos de aquel pernicioso polvo negro. Se rumora que los sótanos de varias instalaciones de máxima seguridad de los Estados Unidos se hallan repletos de cadáveres insepultos, de zombis tiznados para siempre por las renegridas limaduras del alcaloide último. Se presume de igual manera que los presidentes antes nombrados también consumieron, al menos en una oportunidad y por estrictas razones de seguridad de estado, el infame “talco de la noche” (su nombre clave), de allí la propensión de uno por los delirios de abducción extraterrestre, y del otro por los accidentes cerebro-vasculares (Cabe destacar que papeles no autorizados por el Servicio de Defensa permiten inferir la sombría participación de técnicos del I.V.I.C y sujetos de prueba venezolanos en la concepción, puesta a punto y elaboración de las primeras muestras de black cocaine. Lo anterior nunca ha sido comprobado, pero hay razones que indican una posible relación entre la cocaína negra y el fatídico caso del asesinato del Niño Vega). La pregunta entonces sigue siendo valida: ¿Se destruyo en realidad y por completo la existencia total del “talco de la noche”? Y de no ser así, ¿Dónde y sobre qué narices ejerce su vesánico imperio vasoconstrictor? Solo el tiempo y el hambre humana por el vicio podrán revelarlo.



“La Príncipe Negro... The first”

El Estado venezolano intentó, infructuosamente y durante aproximadamente una década (circa 1975), llevar adelante una precaria carrera armamentista a la medida de sus burguesas expectativas, y sobre todo, de sus distraídas posibilidades macroeconómicas. La primera y quizás más notable representación de esta carrera bélica de tan corto aliento fue la dramática e imponente lanzadera de misiles tierra-tierra bautizada por Juan Pablo Pérez Alfonso (†), fundador de la O.P.E.P, como la “Príncipe Negro... The first”. De características definitivamente peculiares, la Principe Negro... The first, consistía en un largo silo inclinado en 30º sobre la superficie del desierto de la Península de la Goajira, compuesto por sesenta toneles cilíndricos dorados, signados por la rúbrica inconfundible del artista plástico-tecnoesotérico Rolando Peña, mejor conocido como “El Príncipe Negro” (de allí el nombre de la rocambolesca plataforma), quien para ese momento se encontraba en el ábside de su proceso creativo. Aquel túnel de falso oro cochano tenía la capacidad para, según consta en los expedientes F.Y.E.O firmados por el para entonces Ministro de la Defensa, Gral. Div. (Ej.) Francisco E. Álvarez, propulsar cualquier cosa, desde un ser humano de 90 Kg hasta un misil táctico LGM-118 Peacekeeper. Pero la característica más distintiva de la Príncipe Negro residía en su modo de funcionamiento: la tracción de sangre. Un grupo de ciento cuarenta goajiros en alpargatas, apostados a los lados del prolongado ducto de pipotes áureos, tensaban a pulso y bajo el sol inclemente de la península, una ciclópea liga hecha de cientos de miles de tripas de cauchos de gandola.

-¡Soltála ahora pues!, gritaba el capataz, y el infierno de la Venezuela Saudita era entonces desatado. Incluso se llegó a especular con la supuesta realización de pruebas clasificadas con ojivas nucleares persas de segunda mano, supervisadas por el mismísimo Octavio Lepage. La paralizante, hierática y portentosa estampa de la Príncipe Negro sería en última instancia la causa de su estrepitoso fracaso como arma de destrucción masiva: era tanta la refulgencia gualda que despedían sus dorados cilindros petroleros, que no eran necesarios radares ni satélite alguno para determinar su ubicación. La Príncipe Negro... The first, al igual que la Gran Muralla China, podía verse a simple vista, como un sol en erección, desde la superficie de la luna. Los goajiros, aún movidos por la retaliación “...de las lágrimas y de la sangre”, esperan pacientemente por el luminoso día de la venganza...



Fusil de Asalto “Yoniwoker-Barlovia 9800”

La historia del fusil de asalto Yoniwoker-Barlovia 9800 esta plagada de imprecisiones. Investigaciones recientes ubican el diseño de las piezas metálicas como el émbolo y el percutor en Malasia, y el moldeado de las partes de madera en talleres de carpintería especialmente instalados en los alrededores de la población barloventeña de Capaya, en la República Bolivariana de Venezuela. La peregrina idea de fabricar clandestinamente un fusil de asalto en medio de los cacaotales olvidados de Barlovento tampoco tiene un progenitor preciso. Se cuenta entre la población reclutada como mano de obra esclava para tal desaguisado, que un convoy militar negro como su piel y como la noche misma, armó los galpones en una noche, y a la mañana siguiente unos sospechosos hombres vestidos de guayabera les mostraron unos cuantos croquis del fusil preguntándoles a continuación: ¿Y será que ustedes son capaces de fusilarse esto?...

Las muertes violentas comenzaron de inmediato: los accidentes fatales ocasionados por la desidia de los locales, sumada a los errores evidentes en la planimetría comprada en el mercado negro de los perros de la guerra al yugoslavo Robert Perosch, y la insistencia del gobierno por ensamblar trescientas cincuenta mil armas largas en veinte días, destinadas al tráfico ilegal en la frontera con Guyana, acabaron con las apocalípticas pretensiones de la ultraderecha por convertir a la pepa de guasimo propulsada a gas en el arma del futuro. Actualmente los locales utilizan las piezas modificadas de los Yoniwoker-Barlovia 9800 en la reparación general de las busetas propiedad de la Cooperativa de Transportistas Capaya-Las Martinez y de las nuevas plantas eléctricas por combustión de anís, siempre prestas a iluminar las tórridas y zumbantes noches de Barlovento.


http://enemigomalo.blogspot.com

EL ENEMIGO

José Javier Rojas


A los blancos y a las negras, para que ojalá algún día tengan hijos grises


Sintió tierra en la boca. Palpó con la lengua vidrios molidos, quizá fragmentos de hueso, o todo lo anterior junto. Escupió y le supo a sal caliente, a mar, a sopa muy condimentada, a vómito y a sangre. No, no, no. Solo le supo a sangre. Empezaba a poner en orden su cabeza. Apenas ahora estaba viendo algo, pero no sabía qué veía. Unas luces de colores danzaban frente a sus ojos que ya entendía que eran suyos y que estaban abiertos, pero no atinaba a precisar mucho más. Trataba de enfocar, sin éxito, unas lucecitas que parecían de aceite y brincaban de un lado a otro, colocándose justo sobre los objetos que lo rodeaban, impidiéndole reconocerlos. Entornaba ahora los ojos tratando de atrapar a las juguetonas manchas de aceite con la mirada, pero éstas cambiaban de color y forma y tamaño y no se dejaban domesticar por su voluntad. Supo que tuvo vértigo cuando las manchas que se mofaban de su obstinación empezaron a dar vueltas en torno suyo con furia. Tuvo que cerrar los ojos, y aun así las manchas siguieron rodeándolo en un vórtice y atacándolo como los apaches furiosos de los western televisivos de los sábados en la mañana. El ataque duró un rato más antes de detenerse, poco a poco, y empezó a desaparecer en la medida que se atrevió a echar otra mirada al lugar.

No intentó erguirse todavía, quizá porque todavía no sabía que seguía en el piso. El ulular de una sirena le hizo girar alarmado la cabeza buscando el origen del sonido, y le tomó aún otro buen rato darse cuenta de que el sonido no venía de ninguna parte sino que estaba en sus tímpanos destrozados, generando un pulso dentro de su cabeza que se irradiaba por todo su cuerpo adolorido, templado por el latigazo de la explosión. No podía escuchar los lamentos y gritos de auxilio que se iban adueñando del local, y cuando finalmente la llamó, no se oyó gritando su nombre. Alarmado, gritó una vez más, con idéntico resultado, así que midió sus fuerzas y decidió apoyarse en la viga para izarse hasta una caja chamuscada a su izquierda.

Desde su palco improvisado podía ver a gente muy maltrecha, reptando como él entre los escombros, en medio del polvo que se asentaba como la nieve en las postales navideñas, y a otras gentes que llegaban en oleadas desde arriba, gesticulando, moviendo la boca y señalando en todas direcciones a otras gentes que seguían llegando con el horror tatuado en el semblante, levantando más polvo mientras buscaban a otras gentes, a cualquier gente, donde hasta hace apenas unos instantes estaba el café que siempre había estado ahí. No encontraba a la nena, y el dolor y la confusión iban dejando paso al pánico, al terror ciego, a la desesperación: apenas acababa de pagar por su periódico y sus cigarrillos de cada mañana, y a regañadientes había cedido ante su insistencia, como casi todas las mañanas, a comprarle uno de esos chocolates que traían un juguete para armar. Apenas un parpadeo. Ni siquiera un suspiro. Recordaba entonces que extendía la mano para entregarle su chocolate. De repente, ya no estaba allí. No la encontraba, por más que la buscaba y llamaba a gritos, por más que apartara restos de muebles y de personas. Ella, su única alegría y consuelo, había desaparecido de su lado en medio de un estruendo monstruoso, surgido del infierno, del negro corazón de todos los demonios que acechan en la oscuridad a las niñas angelicales para arrancarlas del lado de sus devotos padres.

Hasta entrada la noche no le dejaron verla. Los voluntarios lo llevaron hasta ella en una camilla. Él se había lastimado la columna y no podría volver a caminar en meses. Necesitaría morfina el resto de su vida para calmar los atroces dolores. Pero eso a él ya no le importaba. Nada más le importaría jamás. Solo le importaba saber que algún día él acecharía al enemigo en su momento de mayor debilidad, y entonces él asestaría el golpe justiciero.

TRES HISTORIAS CON BALAS DE LA FRONTERA

Carlos Zerpa



Primera
Una anciana fue herida de bala mientras comía en un restaurante chino en “Mexicali”. Dicen los comensales que se escuchó un fuerte impacto, que el proyectil rompió el vidrio de la ventana del frente, zumbó fuertemente, se incrustó en el pecho de la anciana y se alojó justo al lado del corazón… Dicen que ella al sentir el impacto, se sacó despacio con las uñas la bala del pecho y continuó tranquilamente comiéndose su sopa. Su “Wan Ton Soup”…

Como si nada.

Segunda
Un conserje fue herido de bala mientras estaba limpiando los vidrios de un apartamento en “Tijuana”. Dicen los vecinos que se escuchó un fuerte impacto, que el proyectil rompió el vidrio de una ventana, zumbó fuertemente, se incrustó en la espalda del conserje y se alojó justo al lado del corazón… Dicen que al sentir el balazo, él se cayó desde el octavo piso, que luego del fuerte impacto contra el pavimento, se puso de pie, enderezó su cuello produciendo un sonido como de “crack”, se sacó despacio con un destornillador la bala de la espalda, subió los ocho pisos por las escaleras y continuó limpiando los vidrios…

Como si nada.

Tercera
Un joven fotógrafo en “Tecate”, emulando una fotografía de Paul Blanca, en la cual, el cañón largo de un revolver calibre 38, cual pene, se mete en la vagìna de una mujer desnuda, invita a su novia para que le sirva de cómplice y realizar dicha fotografía.

La modelo fue herida de bala mientras posaba denuda para su amante, dicen los vecinos que se escuchó un fuerte impacto, que el fotógrafo por descuido apretó el gatillo, que el proyectil atravesó completamente el cuerpo de la victima, zumbó fuertemente, entró por su vagina y le salió por el hombro a la joven, luego pegó la bala del techo, rebotó y se alojó, justo al lado del corazón del fotógrafo… Dicen que ella al sentir el impacto se sonrío.

Dicen que él al sentir el impacto, se succionó con la boca el orificio de entrada, se chupó la bala del pecho para escupirla cual “Ratón Vaquero”; luego se acostó al lado de su amada y ambos se quedaron dormidos, abrazados, tranquilamente…

Como si nada.


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PIPO PISTOLAS

Juan Zamora




Pipo Pistolas era, a rasgos generales, lo que pudiéramos llamar un azote de barrio. Una criatura de extrañas costumbres y malas compañías; sin embargo, no era un mal tipo. Cometía sus fechorías y andaba en malos pasos, pero trataba de dañar lo menos posible.

Dos pistolas Walther PPK calibre 7.65, eran sus vitales herramientas de trabajo (“sus hijas”, las llamaba), y Rocky Miguel y Lebrón José, sus inseparables socios en el crimen, especialistas en el hurto y el robo a mano armada.

Una noche, antes de salir a “trabajar”, Pipo le contó a sus acólitos que había tenido un sueño “bien de pinga”. Soñó que estaba sentado frente a una computadora, y que tecleaba y tecleaba incesantemente.

“¿Y cómo te quedaba la minifalda, papá?”. “¡Coño, Pipo tomando dictados, qué bolas!”. “¡Eeesssooo, mi “secre”!”.

A Pipo le cambió la cara, acomodó su mano dándole la forma de una pistola, y la puso en la sien de Lebrón José. “¿Quieres morir, mi pana?”. Luego apuntó al otro amigo e hizo una mímica, como indicando que le había disparado justo en medio de las cejas.

Pipo no quiso seguir hablando, estaba seguro de que sus compinches no lo entenderían y, a decir verdad, ni él mismo estaba muy claro en cuanto al significado de aquel sueño.

El trío bajó del cerro y al llegar a la avenida, pararon a un taxista. El desprevenido hombre no tuvo la suficiente cautela como para fijarse mejor y seguir de largo, de manera que, al detenerse, el grupo criminal lo sometió fácilmente; le hicieron bajar de la unidad, y lo conminaron a entregar todas sus pertenencias, incluyendo el vehículo.

En la madrugada, después de estacionarse y dirigirse a la guarida para efectuar el reparto de lo recaudado en la jornada, Pipo se regresó al taxi y abrió nuevamente la guantera. Escudriñó con mayor atención y sacó un pequeño libro que se encontraba debajo de un mugriento paño, una linterna, un par de destornilladores y un sobre lleno de facturas.

“La Tienda de Muñecos, Julio Garmendia”, se leía en la sucia portada. Era el primer libro que tomaba entre sus manos, años después de haber dejado la primaria.

Al igual que muchos otros, tuvo que interrumpirla temprano, para asumir las responsabilidades de un padre a quien nunca conoció, y ayudar a la madre que no siempre estaba en condiciones “aptas” para salir a buscar el pan.

Pipo intentaba leer, le costaba un poco. Desde adentro, un grito le advertía que podía quedarse sin ron; seguidamente, un segundo aviso: “Este otro becerro te puede tumbar tu parte…”.

Rocky Miguel y Lebrón José, se burlaban del extravío de Pipo Pistolas. “¿Qué le pasa al frito este, vale?”, preguntaban con sorna. Entonces Pipo, saliendo de su mutismo y blandiendo a “sus hijas”, se “disparó” el siguiente discurso:

-¡Mis panas! Yo creo que pronto llegará el día en que yo, éste que está aquí, yo mismo, Pipo Pistolas, tendré que entregar a “mis hijas” en adopción. O sea, dejarme de eso de utilizar a “las niñas” para quitarle al rico y entregárselo a los pobres… guevones, que somos nosotros.

>> Mi futuro tiene que ser otra cosa, bróder. Yo tengo tiempo dándole vuelta a la cabeza, pensando que los tipos que escriben novelas, viven burda de bien. Esos carajos que escriben libros, deben ser gente que se gana el respeto a punta de labia, y no de pistola.

>>¡Coño! Mira lo que dice aquí: “No tengo suficiente filosofía para remontarme a las especulaciones elevadas del pensamiento…” ¡Perro, pana! No sé qué quiere decir, pero la vaina suena a respeto. A que el tipo sabe lo que dice, se vacila una, ¿me entienden?.

-A Pipo, el perico lo volvió medio marico –dijeron sus amigos, y continuaron burlándose por unos instantes. Hasta que Pipo dejó caer con estruendo a “sus hijas” sobre la mesa. Un silencio frío y expectante, se adueñó del pequeño espacio compuesto por tablas y láminas de zinc.

Pipo volvió a tomar a sus dos “niñas” en brazos, como arrepintiéndose de haberlas soltado, y dulcemente les propinó un beso a cada una. Se dio media vuelta y abandonó el lugar, perdiéndose entre la neblina de aquella fría madrugada.

Con el tiempo se supo que Pipo Pistolas se acercó a la misión “Dámela que tú la tienes”, esa que había dispuesto el gobierno, a propósito de su tan anunciado plan de desarme en los barrios capitalinos. La acción consistía en un simple trueque: Intercambiar las armas, por lo que más necesitaras.

Pipo pidió una pequeña computadora, algo sencillo, sin mucha capacidad ni aditamentos, pero sí con lo necesario para dar rienda suelta a su sueño de escribir novelas…

Ahora Pipo no amenaza a transeúntes. No encañona a taxistas, ni despoja a jóvenes de sus zapatos y celulares. Dejó de apropiarse indebidamente de objetos conseguidos con el esfuerzo y sacrificio de sus congéneres. Pero eso no quiere decir que Pipo haya dejado de transgredir.

“Este hombre, atenta contra el legado de Cervantes. Viola indiscriminadamente las reglas de la Real Academia, oprime sin misericordia a los signos de puntuación, sometiéndolos a su propio y muy particular criterio. Destroza y profana a la lengua y a la semiología; no respeta la razón de ser de las consonantes”. Así decía el profesor de literatura de la escuela nocturna a la que comenzó a asistir Pipo Pistolas, cuando leyó uno de sus textos:

“La jeva que lo que estava hera bien guena, lo, que queria hera está con el chamo de la camioneta! pero este tipo ni pendiente por qué hera un tipo de real. De billete tu me entiendes…el pana este se llamava romario o ramon o una vaina asi y la chama le desian la Julieta… Y yo quiero saver como es que baila la Julieta...Julieta baila secxy con la mano en la cabesa... jejejejeje que bacilon… Filmando: Pipo Piztolas”.

Hay quien se pregunta, con qué “arma” hacía más daño Pipo; y si a la final, éste continuaba siendo victima de las circunstancias.


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¿DISPARO, PAPÁ?

Javier Miranda-Luque



“A veces olvido cómo pasarle la lengua a las balas”
(Enza García, “Crónicas a destajo”)



Hoy le obsequié a mi hija su primera pistola: minúscula, reluciente, perfectamente ergonómica en su mano. En vez de vals quinceañero, vestido largo churrigueresco y demás cursilerías para adolescentes babosas arrastrando costumbres de siglos pasados.

Ya antes habíamos practicado con la fotografía (encuadrar y disparar); el bowling (apunta, hija, y tumba); el flower y sus balines azotando los traseros de gatos callejeros tan quejumbrosos como sus colegas humanos.

Vamos en el carro por la autopista del este y vemos un ruinoso motorizado. Las miradas de mi hija y la mía se cruzan en una sonrisa.

—¿Disparo, papá?

—Primero define tu objetivo, hija.

—Quiero reventarle la rótula, papá, para ver cuánto dura manteniendo el equilibrio.

—Te felicito, hija, le diste a la primera, y eso que ambos estamos en movimiento, ¿y ahora?

—Ahora creo que le voy a dislocar el hombro derecho, así no creo que pueda seguir adelante.

—Bravo, hija mía, llevas dos de dos y eso es un excelente record para que alguien que está estrenando su arma.

—Pronto voy a superarte, papá, ¿puedo tumbarlo ya o espero que se caiga solo?

—Si quieres, túmbalo, hija. Total, es tu cumpleaños.

—Okey, le estoy apuntando justo en la médula.

—¡Esa es mi niña! Ya mañana leeremos en la página de sucesos sobre el “motorizado muerto de tres disparos de bajo calibre en plena autopista Francisco Fajardo”. Si es que le dejan la moto o si aparece el cuerpo.

—¿Podemos comernos ahora nuestro helado?

—Déjame apostar a ver si la pego: sundae combinado de chocolate, fresa y mantecado con sirop de chocolate y lluvia de maní caramelizado, ¡niña tan dulce, caramba!

—Sí, papá, y para ti tu sundae de mantecado “plain” y un pastel de manzana.

Acelero y enfilo hacia el Mc Monkeys de La Urbina. No debemos olvidar el sundae de fresa con sirup de parchita para mi esposa. En cuanto a mí, no es difícil sospechar que soy un expaparazzo que cambié el visor de mi cámara por la mira telescópica de mi rifle “X48”. Deliro por alojar mis proyectiles en la intimidad corporal de la bembona Angelina Jollie, la triple fea Tori Spelling, la prosaica Paris Hilton, la locata Britney Spears. Lástima que, por ahora, no tengan venir a Venezuela. Mientras tanto, lubrico mi puntería con las putas desdentadas de la avenida Lecuna, los recogelatas de la avenida México y se la tengo prometida al homeless ese tan ruidoso, el “karateca descalzo” que le dicen, a quien pienso hacer volar varios metros, en desplazamiento errático, con un solo disparo en contrapicado. ¿Logran planificado visualizarlo? ¡Vaya imagen tan poética (por Edgar Allan, desde luego)!

POR UNANIMIDAD

Javier Castillo Lander



Siempre he dicho que con los vecinos y con las armas de fuego hay que mantener cierta distancia. Sin embargo y, a pesar de lo que pienso, ayer por la noche, antes de la novela de las nueve, me involucré con ambos más de lo que me hubiese gustado.

Es la segunda vez que he asistido a una reunión de vecinos en mi edificio. Dicha junta se convocó con carácter de urgencia con tan solo un día de antelación. No hubo memorándum, ni notificaciones en las carteleras de las áreas comunes. La conserje fue la comisionada para avisar de puerta en puerta la fecha y el motivo de la asamblea. En esta ocasión no se hablaría mal de los ausentes ni de las reparaciones estancadas por falta de fondos. El único punto a tratar me afectaba más que a ningún otro vecino; por eso accedí y bajé puntual al salón de fiestas.

Se trata de Omar Contreras “el propietario del 7-B”. De él, todos estamos cansados. El bullicio que produce a diario en la comunidad ha desatado la furia de todos. Pareciera que nos restriega a diario y hasta altas horas de la noche la potencia de su estéreo y su gusto por el reguetón. Sin mencionar que el muy maleducado, jamás responde el saludo. Lleva tres meses habitando entre nosotros y aún no ha cruzado palabra con ninguno. Es como si uno estuviese a un nivel por debajo de su alcurnia.

Como dije antes, soy el primer afectado, no miento; la ventana de mi recámara está situada justo debajo del departamento del agresor. A pesar de que siempre la mantengo cerrada “exclusivamente por esta razón”, el sonido se cuela a través de ella como el frío lo hace en los huesos de los reumáticos. De cualquier modo, ayer solo hablamos acerca del fulano; todos asistieron, todos menos él. Evidentemente a Contreras no se le notificó de la junta, de haberlo hecho, probablemente no habríamos resuelto por unanimidad asesinarle.

Debo reconocer que mis argumentos cargados de odio y frustración salpicaron incluso a los menos afectados: me refiero a Márquez “la del primer piso”, que alegó su condición de luto perpetuo; y de todos los que habitan en los pisos superiores y que además se encuentran del lado opuesto del edificio. También confieso que fui quien propuso matar al patiquín con ínfulas de adolescente, quizás se deba a que tenía unos cuantos rones de más incitando a mis pensamientos, y en medio del pandemonio; mientras discutíamos la necesidad de actuar ante la ineficacia policial, comunal, estatal y de todo lo que termine en (al), se me escapó la idea mientras pensaba en voz alta.

Apenas propuse, todos guardaron silencio, como si alguien les hubiese desconectado sus lenguas rabiosas del tomacorriente. Uno a uno alzaron sus manos en señal aprobatoria sumando votos a favor; hasta que todo el recinto se convirtió en una sentencia de muerte.

Mentiría al negar que se me pusieron los pelos de punta al ver la reacción de los ahí presentes. Tampoco recuerdo en qué momento me eligieron como el verdugo de dicha tarea. Al comienzo quise negarme, pero entre tantas manos apoyando mi idea, tantos agravios sonoros en nuestra contra y esos rones de más que a menudo me alborotan el vándalo que llevo por dentro, me envalentoné y acepté la misión.

De inmediato, cada uno de los propietarios se acercó para darme las gracias, también para ponerse a la orden. Uno nunca termina de conocer a sus vecinos… Digo esto, porque aún me cuesta creer que La Saldaña, “la viuda del 11-A”, me haya ofrecido su arma para tal fin, y no solo eso, lo más desconcertante fue su disposición para enseñarme todo lo referente a la manipulación de su calibre 38. Cánchica, el del 3-C, me ofreció un pasamontañas y un par de guantes de látex. La conserje se hizo de inmediato con un duplicado de la llave del apartamento de Contreras que llevaba en su interminable manojo para así facilitarme el acceso. Hasta un bistec con una alta dosis de veneno me ofrecieron para que Sombra “el Rottweiler del bastardo” no fuera un impedimento a la hora de ingresar a su discoteca residencial.

Debo admitir que en mi edificio se percibe una participación comunal activa y poderosa. No por esto, iría yo de superhéroe a tocar el timbre del 7-B y descargarle la 38 al maldito. Un buen asesino debe ser discreto, no debe dejar rastros ni evidencias. ¿O es que acaso ellos pensarían que estoy dispuesto a sacrificarme por la comunidad?

En el tema del asesinato, cuento con un amplio expediente; es verdad que con otros métodos pero no por eso hay que restarle méritos a mis resultados. A mi suegro por ejemplo: asumo mi responsabilidad por su infarto fulminante. A diario le sugestionaba para que viera “Aló ciudadano” y por las noches, antes de que se fuera a la cama, le incitaba a que comparara las noticas del día con las que relataban en “La Hojilla”. Compraba cada mañana periódicos adversos y resaltaba con un marcador los titulares de inseguridad, corrupción e inflación. Me bastaron solo tres meses y el viejo cayó de largo a largo al ring de “otra llamada más”.

A la vieja Graciela, “la que fuera dueña del departamento que en la actualidad me pertenece”, la maté a punta de tristeza. Para darle muerte cociné un plan que me llevó dos largos años. No fue fácil matarla, pero de tanto insistir que Don Jacinto, “Dios lo tenga en la gloria”, me hablaba al oído por las noches y a través de mí, alegando una terrible soledad y que el Paraíso no era eso si no estaba a su lado, la induje a dejarse morir. Doña Graciela en agradecimiento, antes de estirar la pata, me vendió su apartamento a precio de deslave y lo mejor de todo, para pagarlo a cómodas cuotas. Es cierto que en vida no terminé de cancelarle el inmueble en su totalidad, de hecho, alcancé a pagarle solo el 10% de la vivienda, pero como a mí me criaron con principios, todos los fines de mes, una vez que depositan mi quincena, paso por el cementerio y la visito, cambio sus flores y dejo un cheque a su nombre y no endosable “por esto de la inseguridad”, acomodadito en su nicho.

Así… he cometido otros homicidios que no divulgaré por lo del anonimato intelectual. Lo cierto es que hoy, ya han pasado siete días desde nuestra reunión de vecinos. Tengo un intensivo impartido por la Saldaña para manejar una 38 y no fallar. Todos cuentan conmigo: mi esposa es la primera que insiste en que le dispare mientras duerme; pero yo tengo otro plan… Evidentemente el muy perro debe morir; más allá de eso, todo indica que se enteró de nuestra confabulación, y por rebeldía o quizás por un arrebato de marginalidad, durante toda esta semana ha incrementado los decibeles en su estéreo, haciendo de mi proyecto de venganza todo un deleite para el odio que le guardo.

3:45 am. Me puse el pasamontañas, los guantes de látex y cogí del refrigerador el bistec envenenado. Subí las escaleras sin ningún tipo de calzado para evitar hacerme sentir ni dejar huellas de mis Timberlad talla 44. Aguardé unos segundos detrás de la puerta del 7-B, y como si fuera mi propia casa introduje la llave en la cerradura y abrí la puerta. Sombra estaba esperándome. Amagó con delatarme pero me adelanté y lancé hacia el lado opuesto del pasillo el trozo de carne de segunda. El muy muerto de hambre no dudó un segundo en ir por éste y se abalanzó sobre su objetivo con todas sus fuerzas, traicionando a su amo y amigo por una porción de proteína marinada con su propio final. No hubiese sido lo mismo si no hubiese esperado hasta ver como el animal se revolcaba por las escaleras induciéndose a sí mismo al vómito infructuosamente. Agonizaba poco a poco, se quejaba produciendo gemidos imposibles de percibir producto del reguetón a todo volumen. Cerré la puerta y lo dejé a solas en sus últimos minutos. Quité el seguro del 38 “porsiacaso”, y seguí avanzando. No sabía que esperar; todas las luces permanecían apagadas excepto una: la de su habitación. Con toda la cautela me aproximé hasta la misma para poder aprovechar el factor sorpresa y fue ahí, en ese momento, que todo mi plan se vino abajo.

El muy cabrón me vio llegar. Apenas se percató de mi presencia se levantó como un resorte y comenzó a hacerme señas sin mencionar palabra alguna, balbuceaba sonetos. Sus manos se movían de un sitio para otro a toda velocidad. Pienso que en su idioma de sordomudo suplicaba por su vida. Aterrorizado me entregó su cartera, abrió una caja fuerte que permanecía oculta dentro de su closet, me entregó un buen fajo de dólares y se arrodilló ante mí. Mientras tanto la canción que sonaba suplicaba por gasolina. Confieso que me vi tentado a dispararle, ya era todo un experto con las armas de fuego, igual el muy desgraciado no lo escucharía por su condición. En cambio, saqué de su cartera un billete de mil bolívares para no dañar los que si valen algo y le escribí en letras mayúsculas: AQUÍ EL ÚNICO SORDO HIJO DE PUTA ERES TÚ. SI VUELVES A PONER MUSICA EN TU ESTÉREO… No me cupo el resto, pero el mensaje era evidente.

Desde esa noche, todo ha vuelto a la normalidad en el edificio: el sordo sigue siendo sordo, solo que ahora todos lo saben, la vieja Graciela sigue recibiendo mis pagos por el departamento con puntualidad londinense, y yo, sigo colocando pequeñas dosis de arsénico en el desayuno de mi esposa para poder quedarme con su camioneta.


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