miércoles, 11 de abril de 2007

CUCHILLOS OCCAM

Juan Carlos Chirinos


Su pierna derecha es lo primero que entra en la tienda; en realidad es lo primero que el tendero ve porque tiene la mala costumbre de observar a la gente de abajo hacia arriba, con la suposición de que los zapatos son el reflejo exacto de la persona que los lleva, sin tomar en consideración que son las prendas de vestir que están en contacto directo con la realidad; a lo sumo, tendría que suponer que los zapatos revelan por dónde ha pisado su dueño, qué caminos ha tomado para llegar hasta donde se encuentra, que es justamente el umbral que, en el momento en que el tendero mira, está cruzando la pierna derecha, subida en un tacón rojo no muy alto y cubierta hasta un poco más arriba de la rodilla por un liviano vestido de pequeñas florecitas. Tintinea el móvil chino que le sirve de guardián de ese centeno y termina de entrar la chica dueña de esos zapatos bajo las piernas bajo el vestido bajo la blusa bajo el collar bajo la amable sonrisa que le ofrece tan tarde y él con esa pinta de recién levantado. ¿Ha oído bien?

—Que necesito un cuchillo tan afilado que estas pequeñas muñecas mías no necesiten hacer el mínimo esfuerzo para lograrlo, porque me duelen mucho —le repite la chica, esta vez mostrándole el reverso de las muñecas y de paso las palmas sin líneas para leer y los delgados brazos surcados por venas azules como si fueran autopistas de alta velocidad.

El tendero, por instinto de vendedor, gira la cabeza en busca de algún ejemplar reluciente que cumpla lo que se le acaba de solicitar, pero casi al mismo tiempo se pregunta para qué puede una niña estilizada y bonita necesitar un cuchillo tan peligroso y, sobre todo, se pregunta si no hay cierto aire ilegal en el acto de venderle algo tan mortífero a esa edad. ¿Cuántos puede tener? ¿20? ¿24? Algo de morbo le da pensar en la muchacha blandiendo el cuchillo como un instrumento de precisión; y si no se tratara de un vendedor experimentado en el arte de comerciar con armas blancas y utensilios de cocina, habría caído en la trampa de ofrecerle una delicada katana recién llegada de Japón o el costosísimo bisturí por el que cambió su última navaja suiza del siglo XIX. No, no. La clienta ha sido explícita en su pedido: quiere un cuchillo. Un cuchillo óptimo, que cumpla con su deber de cuchillo sin otra finalidad que esa. Un cuchillo que corte el aire a ser posible y sin esfuerzo alguno.

—¿Tiene un instrumento así?

No es una pregunta que se le deba hacer a un vendedor vocacional. Nunca, él se repite en la cabeza, nunca dejo de tener lo que un cliente quiere y si no lo tengo conmigo en este momento lo tendré en el menor tiempo posible o por lo menos antes de que decida preguntar en alguna tienda de la competencia. El principio insoslayable del gran vendedor es que no hay nada que alguien quiera que ya no lo esté esperando en alguna parte del planeta. En el fondo, cree el tendero, su trabajo consiste en juntar la cosa inanimada con aquella persona que desea tenerla entre sus manos. Así que la respuesta fue rápida, hosca y premeditadamente desdeñosa:

—Para eso estamos.

Y sin darle tiempo a disfrutar de sus taimadas técnicas de venta, la chica se puso de su lado sonriendo como la niña buena que espera toda la enseñanza de su nuevo maestro, el sensei de los objetos cortantes. El tendero, sin saber las palabras exactas, sabía que en todo aquello había algo de ilegal, y que no le convenía hacer pública esta transacción. Miró hacia la puerta con el susto de que fuera a entrar algún inoportuno que lo obligara a actuar con sigilo. «Es muy tarde ya, quizá hoy tenga un poco de suerte», murmuró mientras se alejaba hacia el fondo de la tienda, pues había recordado que quizá había una caja donde se guardaba algo parecido a lo que andaba buscando. Unos cuchillos que había comprado en uno de sus viajes a Europa, a las montañas transilvanas. ¿No le había dicho aquel gitano que con esos cuchillos se cortaron no pocas cabezas de vampiros y turcos invasores? En ese momento no le creyó, supuso que era otra de las charlatanerías del pícaro para endilgarle sus cachivaches; y él se los compró más por el hastío de la persecución que por fe en esas tonterías. Total, no pagaría más de cinco dólares por una caja completa. Pero ahora —esta venta tiene que darse— le pareció que era el mejor argumento para ofrecerle el producto a su nueva y perturbadora clienta. ¿Hay algo que corte mejor que un capavampiros? El nombre estaba escrito en la tapa de la caja y él estuvo de acuerdo, pues su consigna era que, en caso de duda, no había que presumirse la existencia de más cosas que las absolutamente necesarias. Y aquí todo era muy sencillo: una chica, un cuchillo, una venta. ¿Hacía falta algo más? Sí, claro: su capacidad para convencer.

—Es el último que me queda. Hace años lo compré en Tîrgoviste a un gitano moribundo. Creo que es el único ejemplar de capavampiros que hay en este país, así que no creo que lo consiga en otro lugar, —dijo el tendero y lo desenvainó lentamente, sabiendo que el reluciente brillo de la hoja (acababa de pulirla con abrillantador) avivaría los deseos de la muchacha. —No hay nada que corte como la hoja de este cuchillo, —y para reforzar su frase, colocó frente a él un maniquí y de un solo (y suave y firme y goloso) tajo hizo rodar la cabeza por el suelo. —Estos cuchillos lo hacen todo más sencillo, ¿verdad? Tome, pruébelo, córtele un brazo al maniquí. Verá que no le dolerán las muñecas nada de nada, —pero al tendero le sonó esta última frase a una indecorosa insinuación, quizá la palabra ‘muñeca’ tan cerca del capavampiros provocara en él todo tipo de imágenes sensuales. ¿O era por como ella alargaba el brazo hacia él? ¿Ese movimiento era una como señal de emergencia, estaba confundiendo los negocios y el deseo?

La chica, sonriente hasta la sospecha, agarró el cuchillo y lo observó con detenida fruición. El tendero creyó ver cómo le pasaba la lengua por el filo, pero sólo era su imaginación; lo que ocurrió de inmediato es que la chica se estiró como depredador de la sabana y de un solo (y suave y firme y goloso) tajo hizo que la cabeza del tendero rodara por los suelos hasta donde ya reposaba la del maniquí. De inmediato entraron dos chicos, igual de guapos que ella, sin líneas en las manos, surcados de venas azules y, dándole una palmada en la espalda, empezaron a guardar en mochilas la mercancía más valiosa y el dinero —no era poco—, enviando a las dos cabezas con una patadita condescendiente hacia el fondo de la tienda. Sobre el mostrador una gota de sangre coloreaba la repisa y, con uno de sus blancos dedos, la chica recogió esa gota y se la bebió mirándose las manos. «No me duelen las muñecas, es verdad», murmuró y se sentó a esperar que los otros acabaran el trabajo. Silbó un poco.


5 comentarios:

Rafael Osío Cabrices dijo...

Está muy bien, este cuento, tan cortante como el cuchillo que lo protagoniza, tan eficaz como la bella asesina que lo ha hecho escribir.

Roberto Echeto dijo...

Hermano Juan Carlos, qué cuento tan hermoso. Un cuchillo eficaz en manos de una vampira de manos blancas, sin líneas que leer y con venitas azules, es un auténtica belleza.

Juan Carlos Blade.

Duro contra los malos. Estacas en el corazón con ellos (o balas de plata por el pecho, según sea el caso).

A great hug.

Roberto Echeto dijo...

Hermano Juan Carlos, qué cuento tan hermoso. Un cuchillo eficaz en manos de una vampira de manos blancas, sin líneas que leer y con venitas azules, es un auténtica belleza.

Juan Carlos Blade.

Duro contra los malos. Estacas en el corazón con ellos (o balas de plata por el pecho, según sea el caso).

A great hug.

Anónimo dijo...

Coño, eso del capavampiros está muy bueno, no sabía, si es que existe, que existía, seguro que el mismísmo conde Vlad es el proveedor de esa tienda.
Cuento hermoso y sanguinario, parece un leyenda toledana, una mezcla de kitano y el Cid Campeador.

Juan Carlos Chirinos dijo...

gracias, muchachos, son palabras para seguir palante!