miércoles, 11 de abril de 2007

EL ARTE DEL PLOMO

Rafael Osío Cabrices




Antes y después de que pasara lo que pasó, el paisaje que se le planta a uno enfrente, si te detienes en la acera contraria al escenario de los hechos, ha sido el mismo.
A la izquierda, un local de una planta y de amplios ventanales, algo retirado de la acera, cuyo muro simula una selva muy florida, como de cuento para niños. En grandes letras amarillas y cursivas, dice MARCOS, y CUADROS. Si el sitio está cerrado, no es más que un negocio cursilón, inofensivo.

A la derecha, hay un edificio casi idéntico, también de un solo piso y con techo de platabanda. Este sí está pegado a la calle, como si se precipitara sobre ella. Sus paredes también fueron entregadas a un pintor entusiasta, que optó, igualmente, por una referencia selvática. Pero esta jungla de mentira dice cosas diferentes: es una sopa abstracta de verdes y marrones, la que tienen los camuflajes de los uniformes militares. Porque este negocio es una armería. Y sus vitrinas, pues, ofrecen pistolas enormes de aire comprimido, manoplas, tubos de gas pimienta, chalecos antibalas y pasamontañas.

Hasta ahí, todo bien. Que una marquetería esté al lado de una armería no pasa de ser una graciosa coincidencia: fíjate tú, el arte al lado de la violencia, la sensibilidad creadora junto a la ira asesina.

Las posibilidades se extienden, sin embargo, mucho más allá del estéril terreno de las analogías cuando ambos negocios abren a la vez. Porque en la marquetería tienen el hábito diario, luego del mediodía, incluso después de que corresponde cerrar, de caerse a palos.
Al ladito de la tienda de armas, repleta de municiones.





*



Hay una semi-intemperie en las ciudades que no es un adentro ni un afuera, y por tanto no es del todo privada ni del todo pública. En Caracas, donde el sol no es lo suficientemente fuerte como para encerrar a los seres humanos en los salones, donde no hay inviernos y sólo la lluvia o la delincuencia inhiben a las personas de quedarse en los umbrales, esta franja híbrida se extiende por kilómetros, uniendo cuadras y cuadras de zonas comerciales, barrios, parques industriales llenos de gente que conversa, que echa chistes, pone sobrenombres, se saluda a gritos mientras descarga gaveras de refrescos, hace encuestas, pide limosna, sopla vasitos de café hirviendo, intercambia barajitas, musita piropos, vende relojes robados o hace malabares para llevar hacia la casa tres bolsas de víveres, una canilla y un bebé. Por esta hilera de actividad corren los rumores y las leyendas urbanas como la candela sobre un camino de pólvora. Es ahí donde se puede determinar si un candidato va a ganar o no unas elecciones, y donde encuentran su destino las grandes ideas de los ejecutivos de marketing, los escritores de telenovelas y los economistas del Banco Central.

Esta zona de amortiguación entre la intimidad y el descampado pasa también por la marquetería que está junto a la armería. El hombre que debería estar atendiendo clientes y vendiendo paisajes manieristas se para bajo la fachada y ve la gente pasar, en compañía de un vaso plástico largo, anaranjado, de whisky con aguakina, y unos dos o tres interlocutores, a los que de cuando en cuando se une esa suerte de zombi que cobra por dar las buenas noches, señalar los puestos de estacionamiento vacíos y simular que vigila los carros de los demás. Cada día laborable, se sirven alguito. Llega un pintor de marinas a ver si le han vendido algo; y “nada, Julián, la gente como que no quiere más bahías ni rompeolas, échate un palo con nosotros y quédate tranquilo”. Entra una señora con un bodegón de bordes carcomidos que era de su madre muerta, y la despachan, hablando poco para no soltar demasiado aliento a vodka, a las galerías de Las Mercedes. Arriba una joven pareja con afiches de cine a preguntar por monturas, y se las señalan con amabilidad pero sin ganas de vender nada, porque están enfrascados en una discusión acerca de cuál es el mejor carro de la historia, si el Volkswagen, el Malibú, o la Range Rover.

En ese contexto, no digamos que se forman amistades, pero sí un vínculo que puede hacerse y deshacerse con rapidez, que se fragua al término de unas pocas visitas descuidadas o con el gesto de decirle algo en coro a una mujer que pasa o de analizar un choque en la peligrosa esquina cercana. De esa manera, el dueño de la marquetería y su asistente conocieron pronto, de nombre y oficio, no sólo a los parqueros indigentes, sino también al vendedor del vespertino, al vigilante de la heladería, los latoneros de enfrente y los dos hermanos medio chinos que habían montado la armería.

Uno de ellos había entrado primero a pedir una engrapadora para juntar unas facturas y había conversado un rato. Otro día, el otro vino a preguntar por un cerrajero confiable. Sus visitas se hicieron más frecuentes y más largas, y comenzaron a incluir la especialidad de la casa, que no era la pintura ingenua, ni las imágenes del Ávila que imitaban a Cabré, ni tampoco aquellos cuadros lluviosos que pretendían representar a París, sino el escocés de 12 años con hielo duro, un chorrito de aguakina y una rueda de limón sin semilla.





*



Un jueves, a esa hora que no es día pero tampoco de noche, y los murciélagos comienzan a girar entre la ropa tendida y los postes de luz, uno de los hermanos de la armería había cerrado con reja el negocio, sin quitarle el cartel de ABIERTO, y campaneaba relajado un trago junto a su vecino, que en ese momento le confesaba que él también pintaba. El dueño de la marquetería relató cómo se había enfrentado a su padre para estudiar Arte pero que luego cedió, se hizo contador público, montó una empresa de administración de condominios que luego tuvo que dividir con su ex mujer, y que ahora, con sus hijos ya grandes, se dedicaba a vivir de las rentas y a tener este negocito que era lo que le gustaba y no le daba demasiadas preocupaciones. “Y bueno, volví a pintar, como quien no quiere la cosa, y de vez en cuando le echo bola a ver qué sale”, dijo, con la lengua lenta y la mirada incierta. “Chico, pero déjame ver qué es lo que tú pintas, vale”, respondió el armero, llevado por una incontrolable camaradería de 40 grados GL. Fueron al depósito de la marquetería. El dueño, sin soltar su vaso, trasteó entre los lienzos apiñados contra las paredes y descubrió unos tres sin montura, paisajes enrojecidos de atardeces rurales, con reses blanquecinas que bajaban la cabeza ante el llameante fulgor del cielo. “Coño, pero qué talento, mi hermano, usted es un artista del carajo”, exclamaba el armero. “¿De verdad, te parece, Chang?”. “Chico, pero claro, esto debería estar en un museo, no como esas vainas que no entiende nadie y que ahora llaman arte”. El dueño de la marquetería sacó los cuadros hacia el escritorio donde tenía la calculadora y el libro de contabilidad y llamó a los otros dos amigotes que discutían en la acera con sus respectivos tragos para pedir su opinión. Desengavetó también otra botella de whisky y mandó al parquero a comprar hielo. Media hora después, le preguntó al armero cuál le gustaba más, y éste señaló el más grande, el que tenía más ganado. “Te lo regalo, pues. Tú sí entiendes lo que yo hago, tú sí sabes apreciar mi obra”. Vino un forcejeo verbal, dificultado por la creciente borrachera, que resultó en la caminata triunfal, con el lienzo a cuestas, del armero hacia su negocio.

Cuando iba a abrir la puerta, escuchó a sus espaldas la voz de una mujer. “Buenas noches”, dijo. “Yo sé que es tarde, pero como dice que está abierto, estaba tocando el timbre. Ya me doy cuenta de que usted estaba al lado”. El armero apoyó el cuadro contra el suelo y trató de abrir la cerradura mientras miraba a la mujer. Le pareció que estaba buenísima con ese pelo pintado de amarillo, esas pecas en el pecho y esa ropa pegada. “Pase adelante, cómo no”, alcanzó a decir mientras abría con torpeza las dos rejas de entrada y arrastraba la pintura hasta recostarla contra el mostrador.

Ella le pidió ver revólveres. Dijo que era para defensa personal. Él le preguntó si tenía porte de armas, ella dijo que sí sin mirarlo a los ojos. Chang le miró el escote. En su mente empantanada por el whisky se alzó un recuerdo: la voz de su hermano recomendándole extrema precaución con los documentos de los clientes, exhortándolo a no vender jamás nada a nadie que no tuviera el permiso de porte de armas en regla, pero esa voz se ahogó en un pozo de aguakina, y el armero, conmovido por el regalo de su vecino y estimulado por los encantos cada vez más atrayentes de la clienta, abrió una gaveta y puso sobre el mostrador tres modelos de revólveres ideales para damas, todos de seis tiros, con seguro y a buen precio.

La mujer se acercó al mostrador. Juntó los brazos y apretó los senos entre sí. Alzó una mano y con uñas pintadas acarició el cañón de un Beretta calibre 38 de diseño clásico. “Dígame una cosa”, dijo con voz grave y lenta, que alborotó el pulso de Chang. “Si uno le dispara a alguien con este, ¿puede matarlo de un solo tiro?”. “Depende de dónde le pegue”, contestó él, que no sabía de ciencia forense más que lo que había aprendido en el cine de acción de Hong Kong, en las películas de Charles Bronson y en CSI. “En la cabeza o en el corazón es difícil que se salve”. Ella pareció pensar durante medio minuto y luego sacó una tarjeta dorada. Lo miró con sus lentes de contacto verdes y pronunció una frase en la que alguien sobrio habría detectado sin problemas el tartamudeo de los nervios, la vibración de quien no está del todo en sus cabales: “¿Me haces un descuentito, mi amor?”. El armero conservaba la lucidez suficiente que con el rollo de Cadivi y los impuestos y las cosas habían tenido que suspender las rebajas. “Bueno, por lo menos enséñame cómo cargarla”, pidió ella, y Chang buscó una bala, abrió el carrete del arma y metió el proyectil, colocando el revólver en capacidad de disparar, todo esto en plan didáctico y con la voz más dulce de que era capaz.

Chang ya estaba pidiéndole cédula, dirección y teléfonos para cobrarle cuando sonó el timbre. Una silueta masculina hacía señas tras los vidrios de seguridad. Tal vez hubiera dudado para abrir tres horas antes, cuando no tenía una botella de whisky circulando por su sangre mestiza, pero entonces, con ese hembrón enfrente comprando un arma de fuego, con ese cuadro nuevo y original que le habían dado gratis, con ese buen humor inquebrantable y esa fe en la especie humana que lo poseía … Chang apretó el botón que liberaba las rejas de acceso y vio cómo un hombre ingresaba a grandes zancadas y bramaba: “Marlene, chica, ¿qué carajo estás haciendo?”




*




Entre los gritos y la pea Chang pudo enterarse, en pocos segundos, de que la mujer y el tipo atravesaban un divorcio tumultuoso, que ella había salido dando bandazos en el carro y él la había seguido hasta ahí, mirando en el restaurante, la marquetería y la heladería sin encontrarla, hasta que por no dejar se asomó ahí también, pese a que no pensaba que estuviera tan loca como para no comprarse un arma. “Pero ya tú ves, ahora hasta me quieres matar, chica, ahora sí es verdad, dejar a nuestros hijos huérfanos sólo porque me cogiste arrechera”. “Arrechera es poco”, replicó la mujer, “arrechera es poco para lo que tú me has hecho, y si busco un revólver es para defenderme de ti, que me quieres matar para quedarte con esa puta, coñodetumadre”.

Estos dos aullaban y manoteaban a pocos centímetros del revólver, pero el armero novato y embriagado no pudo medir la intensidad del peligro, las siniestras posibilidades que se desplegaban ante él, hasta que en el segundo siguiente irrumpió el dueño de la marquetería por las puertas de seguridad abiertas, con la botella de whisky en la mano y el propósito de regalarle un refill. Entonces la mujer se distrajo, y su marido se abalanzó sobre ella, pero ella fue más rápida y tomó el revólver, y forcejearon, y Chang dio un paso atrás, y el dueño de la marquetería, con ojos como platos, levantó la botella de Winners como si fuera un escudo, como si fuera una reliquia sagrada, y más forcejeo, y mentadas de madre entre dientes, y como suele suceder en escenas como esta, como el lector ya imaginará, sonó un tiro, que retumbó en la tienda, que hizo saltar los corazones, que soltó un relámpago que se reflejó por todos lados, y liberó la única bala que se dirigió hacia el whisky e hizo estallar la botella antes de alojarse en un chaleco antibalas expuesto en la vidriera.

Dos, tres segundos. A la mujer se le doblaron las rodillas y emprendió un llanto histérico. El esposo la atenazó con un abrazo y la arrastró hacia la salida. Chang se quedó tan tieso como uno de los soldados de terracota de la patria de sus ancestros, fotografiados en el almanaque con ideogramas que colgaba a sus espaldas. El dueño de la marquetería sintió a la pareja pasar a su lado en dirección a la calle, a las dos rejas cerrarse tras ellos, y también cómo había perdido peso la botella, de la que sólo quedaba el mango bajo su mano agarrotada por el pánico, y cómo su orine abrazaba sus gordos muslos bajo su pantalón gris y corría, cálido, con la emocionante noticia de que estaba no sólo vivo sino también ileso, hacia el charco de whisky salpicado de trozos de vidrio que reproducía, en el suelo del negocio, ese abstraccionismo que tanto detestaba.


Los dos amigos estaban mudos. Pensaban cosas pero no podían decirlas. Tras los vidrios se veía a la gente acumularse y mirar, en busca de un cadáver o al menos de un herido. Chang desvió los ojos hacia el cuadro. El autor de éste, que ya había dejado de orinarse, lo miró también. Ambos sumergieron sus miradas en el crepúsculo escarlata mientras recuperaban el aliento. En el silencio, sólo escuchaban los latidos de su pulso desbocado. Y ese tuntún, tuntún, tuntún de sus corazones era como lo único que podían entender, como si estuviera sonando sobre los lomos de esas vacas de óleo, sobre el horizonte viscoso de esos campos con perspectiva equivocada y exceso de trementina.



5 comentarios:

Maria D. Torres dijo...

Rafa, qué cuento! No conocía esa faceta. Me agarró desde el comienzo aunque no me gusta leer cosas largas en la pantalla. Excelente.
Sigue que se te da bien la ficción también.
Beso
MD

Anónimo dijo...

Igual me pasó a mí, que sorpresa encontrarlo por estos negocios de los hermanos Chang.
¡Felicitaciones!
Ybelisse.

Roberto Echeto dijo...

Maestro, el whisky y la caña en general son más importantes para nuestra sociedad de lo que nosotros mismos estamos dispuestos a aceptar.

Venezuela es un país de gente que bebe para sentirse, aunque sea por un rato, quien de verdad "quiere ser" y no quien "le tocó ser".

De ahí que la única conclusión a este silogismo desarmado sea que somos un país infeliz.

Bróder, este cuento es una auténtica belleza.

Juan Carlos Chirinos dijo...

un país infeliz lleno de mujeres capaces de aprender a cargar un revólver para destaparle la cabeza al primer coñoesumadre que las arreche!
¿Conoces a Jean Ray, Rafael? Si no, has de leerlo; sus textos tienen esa cosa casi viscosa que se desliza por este y que lo empuja a uno a seguir leyendo, como dice mdtorres. una novela waits for you.
saludos.

Anónimo dijo...

Qué tarde lo leo, pero cuénto me gustó.
Quiero más...